Por José María Arévalo
(Playa de Chipiona, 1899. Acuarela sobre papel, 340 x 520 mm.)
La revista de la Asociación de Acuarelistas de Majadahonda del mes de febrero pasado recogía una interesante reseña sobre el acuarelista decimonónico Salvador Sánchez Barbudo, en la que se citaba el estudio, recogido en la web del Museo del Prado, “La técnica de la acuarela en la obra del pintor Salvador Sánchez Barbudo” (puede verse completo en https://www.museodelprado.es/aprende/boletin/la-tecnica-de-la-acuarela-en-la-obra-del-pintor/be20d6be-f7b6-ab50-143f-04fadf1d494e)
Me descargué este artículo y me encontré con una interesantísima descripción de la técnica de la época de Sánchez Barbudo, pero no solo de este sino del maestro de la época Mariano Fortuny. Como ya hemos comentado en otros artículos, si no llega a morir tan joven Fortuny, a los 36 años (Reus, 11 de junio de 1838-Roma, 21 de noviembre de 1874) hubiera sido uno de los mejores pintores del mundo a la altura de Goya, Velazquez o Picasso, tal era su capacidad creadora e innovadora.
De modo que me ha parecido, dada la longitud del estudio y el interés del contenido, proporcionárselo a ustedes, especialmente a mis compañeros acuarelistas, en dos artículos separados, el primero sobre Fortuny y la técnica de la acuarela suya y en aquella época, y otro sobre su discípulo Salvador Sánchez Barbudo, sobre el que versa propiamente el artículo.
La autora del estudio es Carmen Chofre, doctora en Bellas Artes por la Universidad de Sevilla en la especialidad de Pintura, que desde 2006 ejerce como profesora de dibujo en Escuelas de Arte de Andalucía, los últimos trece años en la de Jerez de la Frontera, donde coordinó las Jornadas de Pintura Gaditana del Siglo XIX en 2016 y 2017. Entre los años 2008 y 2013 fue seleccionada para la cátedra Francisco de Goya de la Universidad Complutense de Madrid, impartida por el pintor Antonio López en Ávila. Ha participado en residencias artísticas en la Scuola Internazionale di Grafica di Venezia y en JSS in Civita Artist Residency en Civita Castellana, Italia.
(Menipo, copia de Velázquez, 1866. Acuarela sobre papel de Mariano Fortuny y Marsal , 620 x 470 mm. Legado Ramón de Errazu)
Empieza Carmen Chofre explicando que “Sánchez Barbudo perteneció a la generación de pintores nacidos en la segunda mitad del siglo XIX que comenzaron a desarrollar su trayectoria artística a finales de siglo, bajo la notable influencia del ya fallecido maestro Mariano Fortuny (1838-74), siguiendo sus pasos en técnica, temática, estética e incluso en la manera de desenvolverse profesionalmente.
Los seguidores de Fortuny
Además de la innegable fama que alcanzó el pintor catalán, de la que evidentemente tuvieron conocimiento las nuevas generaciones de artistas, su influencia les fue transmitida a través de otros seguidores que, nacidos entre diez y veinte años antes que ellos, tuvieron la oportunidad de conocerlo con mayor profundidad. Estos fueron, entre otros, José Villegas (1844-1921), que tuvo una estrecha relación con Sánchez Barbudo, Francisco Pradilla (1848-1921), José Jiménez Aranda (1837-1903), José Tapiró (1836-1913) o Antonio Fabrés (1854-1936) .
La obra del pintor jerezano Sánchez Barbudo, revela en no pocas ocasiones una sobresaliente asimilación de los aspectos plásticos que introdujo Fortuny: una pincelada deshecha, el abandono de las superficies pulidas y dibujísticas y un colorido claro y vibrante.
Mariano Fuster, en su libro “La acuarela y sus aplicaciones”, escribió: «Cambiaron los tiempos, pues vemos desarrollarse en la acuarela atractivos y bellezas hasta hoy desconocidas, brindando al arte riquísimo horizonte, al que vemos acudir millares de artistas ávidos de proporcionar á [sic] los amantes de la pintura nuevos encantos».
(Idilio, 1868. Acuarela, Aguada de pigmentos opacos [gouache, témpera] sobre papel, de Mariano Fortuny, 315 x 230 mm)
La irrupción de Mariano Fortuny en el panorama artístico internacional en los años sesenta del siglo XIX produjo un giro en la pintura de la época tanto en lo que a temática se refiere como a la técnica. Fortuny aportó a la pintura de pequeño formato, al tableautin, una pincelada suelta, ágil y vibrante, heredera de la tradición pictórica española.
En la acuarela, siendo una técnica directa que exige decisión y certeza en el trazo, se eliminan los posibles titubeos e insistencias que sí caben en la pintura al óleo, por lo que suele conservar la frescura y la brillantez de colorido que muchas veces se pierden en esta última. Así, la acuarela supone un cauce idóneo para la libertad de ejecución de la nueva pintura introducida por el maestro de Reus.
Aunque desde el siglo XVIII esta técnica había ido adquiriendo una mayor importancia, fue a partir de mediados del XIX cuando la acuarela se comenzó a valorar y cotizar verdaderamente como obra de arte única. La gran repercusión de la pintura de Mariano Fortuny se hizo eco en todo el mundo occidental, dando lugar a una auténtica avalancha de seguidores, muchos de los cuales no llegaron a comprender los verdaderos avances pictóricos que introdujo, lo que únicamente provocó la minusvaloración posterior de su obra.
Sin embargo, hubo quien supo asimilar las novedades técnicas del pintor catalán, apropiándoselas y generando diversas ramificaciones de un mismo estilo, como fue el caso del pintor jerezano objeto de este artículo, Salvador Sánchez Barbudo. No es casual que a partir de mediados del siglo XIX se fundaran las sociedades de acuarelistas de Madrid, Italia, Francia y Bélgica, entre otras, así como las academias no institucionales en las que principalmente se transmitía la técnica de la acuarela a la manera de Fortuny. Este tipo de academias se crearon a semejanza de la Academia Gigi de Roma, y un ejemplo destacado fue la Academia Libre de Bellas Artes de Sevilla, a la que acudiría Sánchez Barbudo al mismo tiempo que asistía a la Academia Provincial de Bellas Artes de la misma ciudad. Como en la Academia Gigi, en la mayoría de los casos no se trataba de clases propiamente dichas, sino de lugares donde se podía dibujar y realizar acuarelas o aguadas del natural con modelo. (…)
(Un marroquí, 1869. Acuarela sobre papel, 320 x 200 mm)
El secreto de la técnica de Fortuny
Como Fuster relató en su libro, los continuos cambios en el proceder de Fortuny volvían locos a los que intentaban adivinar su secreto, su fórmula. Merece la pena reproducir el siguiente episodio para entender la manera de trabajar que luego emularían sus sucesores. El relato cuenta un suceso aparentemente ocurrido a un pintor italiano interesado en descubrir el secreto de la técnica de Fortuny, para lo cual acudió al centro de acuarelistas de Roma, donde sabía que solía acudir el pintor español a trabajar del natural: Llegó Fortuny e inmediatamente se colocó el italiano al lado. Principió el pintor español la acuarela marcando en primer término los oscuros y tonos de mayor fuerza, procedió después a aplicar los tonos y tintas locales modelando al propio tiempo con ellas los espacios que debían cubrir, y finalmente algunos detalles realizados con especial maestría, y toques dados con gracia singular completaron su acuarela que, como todas las suyas, apareció llena de vida y expresión. El italiano tras de esta lección creyose ya conocedor del procedimiento de Fortuny, y capaz para realizar cualquier trabajo de ese género […]. Cambiose de modelo en el Centro de Acuarelistas, y el pintor italiano fue también el primero en llegar para tomar asiento otra vez al lado del genio; pero ¿cuál no será la sorpresa al ver que éste dió [sic] comienzo á [sic] su nueva acuarela de una manera totalmente distinta al sistema que adoptó con la anterior? Baña esta vez desde el primer momento el papel por partes tendiendo las tintas que a cada una de éstas correspondían, y las gradúa al propio tiempo dándoles la fuerza necesaria para producir de primera impresión, y sin alterar su ulterior trabajo, el claro-oscuro y modelado conveniente. Este nuevo modo de proceder produjo verdadera confusión en la mente del artista italiano
Moviole esto el interés de conocerle y principalmente, de poder oir [sic] las razones que le indujeran a proceder de manera tan diversa en aquellas acuarelas; después de haberle comunicado su deseo, éste le dijo que jamás se sujetaba a determinado procedimiento para pintar a la acuarela que el estudio y la práctica, ésta sobre todo, le habían hecho comprender y apreciar los casos que es preferible hacer uso del primero o del segundo procedimiento que él había visto seguir en sus dos últimas acuarelas […]
La acuarela fortuniana no seguía un procedimiento concreto, el estudio del modelo era el que inspiraba la manera de proceder. Sin embargo, este modo de trabajar no era en absoluto aleatorio, exigía una noción profunda de cómo se comportaba la pintura, el agua, la absorción del papel, los tiempos de secado, el trabajo sobre húmedo y sobre seco, las mezclas de color, etc. Conocimientos obtenidos principalmente mediante la práctica y la experimentación.
La técnica de la época
Los seguidores de Fortuny no eran pintores de método, mezclaban técnicas y probaban las novedades que se daban sin miedo ni pudor. En contra de lo que se aconsejaba en los manuales, habitualmente se combinaba la acuarela con tinta y con gouache (solían llevar junto con las acuarelas un tubo de gouache blanco que utilizaban, de manera puntual, para añadir alguna pincelada o capa de color cubriente o se dejaba ver el lápiz del encaje. Aprovechaban las manchas e imperfecciones del papel o las descargas y salpicaduras del mismo pincel. Las acuarelas de Sánchez Barbudo muestran gran variedad de recursos y, al mismo tiempo, una sencillez y economía de medios magistral. Antes de describir estos recursos en las acuarelas del pintor jerezano, sería de utilidad conocer brevemente los materiales que se solían emplear.
(A orillas del Guadaira,1871. Acuarela sobre papel, 300 x 460 mm)
Los materiales y los recursos
En la época en que Sánchez Barbudo comenzó su trayectoria pictórica ya estaba completamente extendida la comercialización de materiales artísticos manufacturados. Desde mediados del siglo XIX se vendían los colores de acuarela en pastillas, y a finales de siglo en tubos y en cápsulas de porcelana, de manera individual o en cajas de hojalata como las que conocemos hoy.
Estos materiales se podían adquirir en tiendas especializadas de Londres, París y en la propia Roma, donde fue célebre el establecimiento del pintor catalán José Juliana, en el número 147 de la via del Babuino, en el que sabemos que Sánchez Barbudo compraba habitualmente gracias a las etiquetas que figuran en algunas de sus tablitas y lienzos.
Según Fuster, no era aconsejable utilizar demasiados colores, con una caja de veinte o veinticuatro era suficiente. Entre las marcas que mencionaba, citaba especialmente a Roberson & Co. y Rowney & Co., ambas de Londres, «por ser los mejores fabricantes de colores a la acuarela», y mostraba la composición habitual de sus cajas de veinticuatro colores, muy similares entre sí. También indicaba los colores que se comercializaban de Winsor & Newton en la misma época, los cuales eran bastante parecidos a los de las cajas de acuarelas actuales, lo que nos facilita la aproximación a los tonos que empleaba Sánchez Barbudo.
Composición y distribución de las cajas inglesas de Roberson y Compañía: Blanco de china o de plata, verde óxido de cromo, verde oliva, verde esmeralda, índigo, azul prusia, azul ultramar, azul cobalto, negro marfil, bruno de Van Dyck, amarillo de espino, bruno de Madder, púrpura, rosa, carmín, laca escarlata, bermellón, amarillo cadmio, gutagamba, tierra Siena tostada, tierra Siena natural, rojo de Venecia, ocre claro, laca amarilla.
Composición y distribución de las cajas inglesas de G. Rowney y Compañía: Gutagamba, ocre claro, tierra Siena natural, tierra Siena tostada, amarillo limón, pigmento [aureolin], rojo de indias, bermellón, bermellón naranja, laca carmín, rosa Madder, negro humo, rojo claro, laca púrpura, bruno Madder, ocre oscuro, bruno Van Dyck, azul cobalto, azul ultramar, azul prusia, verde esmeralda, azul celeste, azul permanente, tierra verde, gris de Payne, verde oliva, verde Pablo Veronés (Estos colores se solían aplicar sin demasiada mezcla para que conservaran su frescura y transparencia).
La mesa de trabajo de Fortuny
Gracias a las investigaciones de Carmina Admella y Núria Pedragosa, conocemos el contenido de la mesa de trabajo de Mariano Fortuny, que se conserva en el Museu Nacional d’Art de Catalunya (MNAC). Podemos aproximarnos de esta forma tanto a los materiales que utilizaba como a su proceso pictórico y, por extensión, al de sus seguidores.
Por el inventario realizado sabemos que el pintor catalán usaba las marcas ya mencionadas, pero en tubos de óleo; que tenía tubos de acuarela principalmente de Derby & Co. y solo uno de Rowney and Co.; así como cajas metálicas de pastillas de porcelana de dieciséis y veinticuatro colores de la casa Newman. La mayoría de los colores de acuarela que aparecen en el inventario son los enumerados anteriormente, salvo el Hooker green o verde de Hooker (resultado de la mezcla del azul Prusia y el amarillo gutagamba).
De acuerdo con Fuster, el pincel que empleaban para la acuarela era redondo, fino y resistente, de forma oval prolongada y acabado en punta —los pinceles planos se popularizaron más adelante—. Normalmente estaba hecho de pelo negro o rojo de marta y, en algunas ocasiones, de meloncillo. Los mangos eran o bien de pluma de oca, cisne o águila o de madera, estos últimos podían tener doble punta, y también se hacían específicos para los estuches de viaje, como hoy en día. Los pinceles redondos de pelo de marta ofrecen unas características muy valoradas por los pintores de acuarela, pues poseen la capacidad de absorber y retener mucha agua, no son demasiado blandos, lo que favorece el pulso, y mojados adquieren una punta muy fina independientemente de su grosor. Estas cualidades facilitan la agilidad y un pulso firme, y permiten al pintor aplicar (sin tener que volver a coger color de la paleta) un lavado amplio de color y, al mismo tiempo, una línea muy fina según la posición y la presión que se ejerza sobre el pincel.
(El tronco viejo, 1886. Acuarela sobre papel, 480 x 320 mm.)
En su mesa de trabajo Mariano Fortuny contaba con treinta y dos pinceles de pelo de marta de diferentes tamaños. Destaca también la presencia de plumas, que solían utilizarse con tinta, acuarela o gouache diluido para trazar las líneas más finas o para las firmas y dedicatorias.
En cuanto al papel, no sabemos por cuáles se decantaría Sánchez Barbudo, pero el preferido por los acuarelistas del momento, según Fuster, era el de la marca Whatman, que existía de diferente gramaje y grano, y cuya elección —torchon (grano grueso), semi-torchon (grano medio), grano fino, Creswick…— dependía del tipo de trabajo. Conforme al análisis de las acuarelas a las que hemos tenido acceso, es probable que Sánchez Barbudo se inclinara por el papel de grano fino para las piezas de menor tamaño y el semi-torchon para las de un formato mayor; con seguridad en ambos casos de alto gramaje, de doscientos o trescientos gramos como mínimo, ya que resultan más resistentes y pueden aguantar la cantidad de efectos de los que hacía uso, sobre todo en las acuarelas más elaboradas.
Para los rostros y los detalles es preferible el uso del papel de grano fino, si bien un semi-torchon se puede alisar mediante un bruñidor. Otros tipos de papel que circulaban entonces eran el Hodgkinson, el Harding, el papel del Japón o el Cartridge, así como los de color, que se empleaban normalmente para el trabajo de aguada combinado con gouache y solían ser de las marcas Cattermole o Harding, de tonos grisáceos o amarillos.
Había varias formas de tensar el papel que hoy se han perdido, como el llamado stirator o la placa de zinc, y a veces lo adherían a superficies más rígidas, como el cartón; no obstante ya existían los blocs con las hojas ligeramente pegadas entre sí. En la acuarela “Japonesa” (ver el segundo artículo, “La técnica de la acuarela en Sánchez Barbudo”), Sánchez Barbudo utilizó un papel de grano fino, de unos doscientos ochenta o trescientos gramos, y de una tonalidad entre ocre y rosada, podríamos decir arena —este tono es original del papel, no está realizado mediante lavados ni es el resultado del amarilleo natural causado por paso el tiempo—.
Una vez aplicada la pintura, para sacar claros o corregir mediante lavish los artistas utilizaban esponjas (algunas de pequeño tamaño con mango), papel secante, pincel seco o piel de gamo (lo que llamamos hoy gamuza). También solían frotar la superficie pintada con papel de vidrio o raspador. Como veremos más adelante, estos recursos quedan patentes en las acuarelas de Sánchez Barbudo. Cuando se rectifica o se saca un blanco por estos medios siempre se levanta un poco el papel, por lo que si pretendían dar otra capa de color, empleaban bruñidores para volver a alisar la zona trabajada (en realidad, el bruñidor es un utensilio propio de la técnica del grabado). Los más usuales eran los curvos y los aplastados de ágata o pedernal: los curvos para espacios pequeños y los aplastados (semicuadrados) para grandes extensiones.
También, como hemos mencionado anteriormente, se usaban en los papeles de mayor grano con el fin de alisar las zonas que requerían mayor detalle, como el rostro o las manos de una figura. Aunque no era muy común recurrir a medios adicionales, ya que la manera de pintar era muy directa —sin necesidad de grandes fundidos—, a veces, para facilitar el modelado retardando el secado, se usaba, además de soportes especiales como la tabla de zinc, un líquido gelatinoso de color blanco llamado MacGuelp34, que hoy ya no existe. Un medio muy frecuente era la hiel de buey (ox gall), que se vendía y se sigue vendiendo en formato líquido, en pequeños frascos, y sólido, en pastillas o cajitas. La hiel de buey es un agente que mejora la adhesión de la acuarela a papeles poco porosos o absorbentes y también facilita la realización de manchas uniformes. Se puede usar vertiendo unas gotas en el agua con la que se mezcla el color para que al aplicarlo se adhiera con regularidad y fluidez, o bien, cuando un papel u otro soporte se resiste a la capa de acuarela, se puede añadir una capa de hiel de buey diluida en agua sobre la superficie antes de comenzar a pintar. (…)
En los años de formación de Sánchez Barbudo, primero en Sevilla y posteriormente en Madrid, prevaleció en ambas academias el modelo neoclásico tomado de Jacques-Louis David (1748-1825) y Jean-Auguste-Dominique Ingres (1780-1867), al que se sumaron los postulados nazarenos importados por Federico de Madrazo (1815-94) tras su estancia en Roma. Como ya hemos mencionado, Sánchez Barbudo estudió bajo la dirección de Eduardo Cano, quien se instruyó en la Escuela Especial de Pintura, Escultura y Grabado de Madrid con los maestros José de Madrazo (1781-1859), Federico de Madrazo (1815-94) y Carlos Luis de Ribera (1815-91), y luego trasladó el modelo de enseñanza purista a la academia sevillana. Mariano Fortuny, por su parte, estudió en la Academia de Artes de Barcelona con el pintor Claudio Lorenzale (1816-89), también seguidor del nazarenismo. Estos artistas y docentes, entre otros, fueron quienes encabezaron el purismo en el panorama artístico español y lo perpetuaron en las aulas. Fortuny y Eduardo Rosales fueron principalmente los que a mediados de siglo comenzaron a evolucionar hacia otro tipo de pintura, abandonando las superficies pulidas y la preponderancia del dibujo e introduciendo un nuevo concepto en el que la materia y el color tomaron protagonismo. Con ellos se inició el camino hacia el naturalismo en la pintura española. El éxito fulgurante de Fortuny abrió otra vía a la que miraron con atención las nuevas generaciones de artistas. Véanse Madrid 2007-8, pp. 44-49; Calvo 2014, p. 109 y ss.)
Exposición en El Prado
Bajo el título “Fortuny y el esplendor de la acuarela española en el Museo del Prado”, éste reunió en marzo de 2011 una exposición temporal con trece de las mejores acuarelas de los artistas del siglo XIX que alcanzaron la mayor perfección en el uso de esta técnica pictórica. Completamos el presente artículo con textos de dicha muestra temporal.
“La acuarela fue uno de los vehículos más característicos de expresión artística del siglo XIX. Aunque ya era practicada con cierta asiduidad por los pintores españoles de las generaciones anteriores, su mayor esplendor llegó a España de la mano de Mariano Fortuny (1838-1874), cuyo papel estelar en la cultura artística internacional de su tiempo despertó en el arte de nuestro país un verdadero afán de emulación de todo aquello que había dado fama al maestro catalán. Si bien Fortuny empleó la acuarela, como muchos de sus contemporáneos, para captar sus impresiones y explorar sus ideas artísticas, sobre todo desarrolló con ella obras acabadas, de verdadera intención pictórica, con la misma excelencia y virtuosismo que caracterizaron sus mejores obras al óleo. Por ello, los coleccionistas y marchantes de su tiempo estimaron siempre estas acuarelas tanto como sus pinturas más delicadas y valiosas.
Tras su prematura desaparición, muchos de los discípulos y seguidores españoles de Fortuny siguieron realizando acuarelas con un sentido claramente pictórico, manifiestamente heredero del arte del maestro, que atestiguaría hasta casi el final del siglo el alcance real de su influencia en nuestro país. Alguno de sus más fieles amigos, como Martín Rico (1833-1908), aprendió la lección a su lado y continuaría realizándolas durante el resto de su carrera, siempre en forma de exquisitos paisajes y vistas. Y uno de sus admiradores, José Jiménez Aranda (1837-1903), terminaría por convertir sus propias acuarelas de paisajes, realizadas con un verdadero virtuosismo preciosista, en una de las vías más fecundas del naturalismo en España, ya en las últimas décadas del siglo. Otro de los discípulos más cercanos de Fortuny, José Tapiró (1836-1913), dio continuidad a su interés por los motivos orientalistas, que había conocido con él, concentrados siempre en el norte de África, en acuarelas cercanas a las preocupaciones antropológicas propias del realismo, de un poderoso atractivo plástico. Fortuny fue seguido también, en última instancia, por Antonio Fabrés (1854-1936), que llegó a realizar acuarelas de una asombrosa espectacularidad técnica, sobre pliegos de papel de grandes dimensiones, con una ejecución nítida y precisa y con un sentido narrativo de sus composiciones mucho más desarrollado que Tapiró. Otro artista especialmente sensible a la herencia del maestro, José Villegas (1844-1921), se acercó a los tipos y costumbres, esta vez rurales, en acuarelas de gran formato y de atenta factura.
Muy fiel al arte más genuino del propio Fortuny fue también el pintor Francisco Pradilla (1848-1921), que llegó a conocer al catalán en Roma y que empleó la experiencia fortunyana en favor de un realismo decorativo de factura menuda y rica, que practicaría hasta ya bien entrado el siglo XX.
El Museo del Prado atesora algunas de las más excelentes acuarelas de Fortuny, casi todas procedentes del legado de Ramón de Errazu (1840–1904). Junto a ellas guarda también una nutrida colección de ejemplos, algunos de gran espectacularidad técnica, de las acuarelas realizadas por los mejores discípulos y seguidores del maestro, que reflejan desde tipos regionales y orientalistas hasta paisajes o vistas urbanas.
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