Hace cinco siglos, la llegada de los conquistadores españoles a las tierras peruanas marcó un enfrentamiento cultural y bélico sin igual.
Más allá de las espadas y caballos, un elemento sembraba el pánico entre los pueblos prehispánicos: las jaurías de perros traídas desde Europa.
Estos animales, desconocidos para los incas tanto por su tamaño como por su ferocidad, se convirtieron en una de las armas más temidas durante la campaña de sometimiento del Imperio incaico.
Francisco Pizarro y sus hombres no solo portaban arcabuces y armaduras, sino también un grupo de canes de razas imponentes como el alano español y el bullenbeisser alemán.
Estos perros, entrenados específicamente para la guerra, eran manejados por los llamados “aperreadores”, soldados especializados en el adiestramiento y control de estos animales de combate.
El papel de los “aperreadores”: estrategia y brutalidad
La figura del aperreador, poco conocida fuera del ámbito académico, fue fundamental en la logística militar durante la conquista. Su labor iba más allá de custodiar los campamentos: se encargaban de seleccionar, entrenar y soltar a los perros contra los indígenas, quienes no estaban preparados para enfrentar a criaturas tan grandes y agresivas.
El escritor y coronel peruano Carlos Enrique Freyre, que aborda este episodio en su novela Tierra de canes, resalta el fuerte vínculo entre el soldado y su perro, así como la estrategia detrás del uso de estos animales. Freyre menciona que los canes europeos, alimentados con carne y seleccionados por su fuerza, parecían auténticos “leones” ante los ojos de los incas, acostumbrados a perros domésticos mucho más pequeños y dóciles.
Testimonios y literatura: entre el horror y la memoria
La literatura y testimonios de cronistas como Juan de Betanzos y Bartolomé de las Casas documentan escenas de violencia extrema protagonizadas por estas jaurías. Se narra cómo los perros eran utilizados no solo para infundir terror, sino también como método ejemplarizante: los aperreadores liberaban a sus canes sobre indígenas acusados de resistencia, idolatría o simplemente desobediencia al mandato cristiano.
Un caso registrado a mediados del siglo XVI describe la sentencia “aperreado y quemado” impuesta a un líder indígena acusado de prácticas paganas. La imagen del perro como instrumento de tortura quedó grabada en las narrativas indígenas, que retratan a estos animales con “ojos como brasas” y “manchas de jaguar”.
Expansión del método: del Caribe al corazón de los Andes
El uso de perros guerreros no se limitó al Perú. Desde las primeras exploraciones en América, líderes como Vasco Núñez de Balboa y Juan Ponce de León contaban con ejemplares célebres como Leoncico y Becerrillo, protagonistas en episodios violentos en el Caribe y Centroamérica. Sin embargo, en la Amazonía y los Andes, su impacto fue devastador: se estima que los españoles llevaron hasta 2.000 perros durante sus campañas por esta región.
Al ser liberados en poblaciones indígenas, estos animales causaban estragos tanto físicos como psicológicos. Los relatos contemporáneos coinciden en que los incas, incapaces de contrarrestar el ataque feroz de las jaurías, veían cómo sus filas se desmoronaban ante el pánico generalizado.
El ocaso de los perros de guerra
Con el avance en la conquista y el fortalecimiento del dominio español, la función de los perros fue evolucionando. La Corona española comenzó a mostrar preocupación por el descontrol que generaban estas jaurías e instruyó a sus representantes en América para que se deshicieran de ellos con tal fin. Esto era necesario incluso para evitar problemas entre sus propios soldados.
A medida que aumentaba la demanda por mano de obra indígena, la táctica del terror dejó de ser efectiva; así pues, los perros pasaron a ser considerados un inconveniente. No obstante, el vínculo entre aperreadores y canes perduró en la memoria colectiva; algunos nombres como Becerrillo y Leoncico quedaron grabados como símbolos representativos una violencia muchas veces silenciada.
Mirada contemporánea: entre la crítica y la memoria
La publicación reciente de novelas como Tierra de canes ha renovado el interés hacia este oscuro capítulo histórico relacionado con la conquista. Durante el reciente Hay Festival de Arequipa, Freyre destacó la importancia de relatar estas historias desde una perspectiva equilibrada; es necesario evitar caer en el sensacionalismo sin restar gravedad a lo ocurrido.
Hoy día, sigue vigente el debate sobre el uso violento e instrumentalización animal durante la conquista en la sociedad peruana y latinoamericana. Los aperreadores junto a sus jaurías son recordados como piezas clave dentro del engranaje brutal que caracterizó la colonización; una realidad cuyo eco aún resuena en la memoria histórica de los pueblos originarios.
El recuerdo sobre estos perros guerreros se desvanece poco a poco; sin embargo, su huella continúa siendo un recordatorio palpable sobre cómo crueldad e innovación bélica moldearon el destino completo de civilizaciones enteras.
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