El viento del Egeo soplaba con fuerza en El Pireo, y con él, la historia parecía querer repetirse. El Real Madrid llegaba envuelto en dudas, en medio de una crisis de vestuario y con la estadística en contra: nunca antes había salido victorioso del templo griego. Tres partidos sin ganar entre Liverpool y Elche habían encendido todas las alarmas. Atenas era más que una parada en el calendario. Era una prueba de fuego.
Xabi Alonso sorprendió desde el once inicial: Carreras como central zurdo, Mendy de lateral, y la ausencia de Bellingham por una sobrecarga de última hora. Apenas habían pasado nueve minutos cuando el castigo llegó. Chiquinho, tras una jugada de presión alta, soltó un zapatazo desde la frontal que obligó al Madrid a mirar a los ojos de sus fantasmas. El infierno griego ardía, el ruido era ensordecedor, y los dioses parecían sonreír a Olympiacos.
Pero apareció Mbappé. Como un rayo caído del monte Olimpo, el francés desató su furia en siete minutos de locura. Tres golpes mortales que voltearon el destino y pusieron de rodillas al conjunto de Mendilibar. Hat-trick relámpago, celebración contenida, mirada desafiante. En ese instante, el coloso blanco volvió a respirar.
La segunda parte fue un pulso entre la ansiedad y el orgullo. Olympiacos, empujado por su gente, rozó el empate en los últimos minutos, mientras el Madrid pedía la hora, exhausto, aferrado a su ventaja y a su necesidad de volver a creer. No hubo lucimiento, sí sufrimiento. Y quizá ahí estuvo la victoria más real de todas.
Al final, Mbappé habló con la serenidad de quien sabe que el peso del escudo es tan grande como los mitos que enfrenta. “Muy importante ganar otra vez”, resumió. “Sabemos lo que significa el Real Madrid. Hay cosas que mejorar, pero estamos juntos, con todos los madridistas”.
En Atenas, el héroe no fue un dios, sino un hombre que decidió escribir su propia leyenda blanca.
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