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Yo estaba en aquel instante en el Hotel Intercontinental de Bucarest, con varias decenas de reporteros internacionales, cuando llegó la noticia.
Hace 36 años, 7 meses y 12 días.
Ibamos a cenar y los periodistas nos quedamos de piedra, estupefactos.
Corrimos a los teletipos a soltar el bombazo, pero pocos detalles de la ejecución del al dictador rumano Nicolás Ceaucescu y a su esposa Elena se se filtraron en aquellos momentos, pero hoy sabemos que el murió con los versos de ‘La Internacional’.
Ella, que era todavía más dura que él, falleció con la boca llena de insultos a sus verdugos.
Y todo fue tan patético, tan decadente, tan sombrío, que ni siquiera simbolizó la caída de un régimen político que llevaba dos décadas de poder supremo en Rumania, sino que asemejó un cadalso del medioevo, con el toque de modernidad que daban los fusiles Kalashnikov
Fue en la tarde de Navidad de 1989.
Atadas sus manos a la espalda, venda negras que deberían haber tapado sus ojos mal fijadas en las nucas, con unos abrigos de pieles que parecían protegerlos del invierno helado del Este europeo, y acribillados por tres fusileros del cuerpo de paracaidistas, antes leal al dictador y ahora en rebeldía junto al resto del ejército rumano, que manejaban como un pelele los rusos
Apresurado, confuso y disparatado.
Todo está filmado y a disposición de los ojos morbosos que quieran certificar el espanto.
Grabado incluso está el juicio sumarísimo al que fueron sometidos Ceaucescu y su mujer, una farsa jurídica que duró apenas dos horas, no tuvo causa previa, se llevó adelante a gritos entre fiscal, juez y acusados, y terminó con una condena a muerte que ya estaba dictada y que era inamovible.
El parte oficial de la muerte de las dos personas más poderosas de Rumania, parecía una broma:
“La condena es definitiva y fue ejecutada”.
Un oxímoron en sí mismo: si la condena fue ejecutada da igual si era definitiva, provisoria o revocable.
Pero así era todo en la Rumania de Ceaucescu: el mundo había dado una vuelta carnero a su alrededor, y el viejo dictador no se había dado cuenta.
El bloque comunista de Europa había caído en parte o tambaleaba sin rumbo; el Muro de Berlín se había hecho añicos un mes y medio antes y Alemania estaba a punto de volver a ser una y unida, bajo las notas de la Novena Sinfonía de Beethoven; los estados comunistas de Polonia, Checoslovaquia y Hungría, además de la Alemania del Este, eran historia después de revoluciones pacíficas, no del todo incruentas, pero sin el aura trágico de las revueltas de décadas anteriores. Era el turno de Rumania. Y Ceaucescu no lo vio. O no lo quiso ver.
Había nacido el 26 de enero de 1918, sobre los restos del imperio austro-húngaro atomizado por la Primera Guerra Mundial.
Era hijo de un pastor que adhería al Partido Campesino y fue un comunista desde adolescente, desde que llegó del campo a Bucarest, cuando tenía once años, para ganarse la vida en lo que fuese.
A los catorce años estaba afiliado al Partido Comunista Rumano, que era ilegal, y al año siguiente fue arrestado por participar de peleas callejeras durante una huelga y por recoger firmas en favor de los trabajadores ferroviarios en dificultades. Su prontuario de rebelde de dieciséis años decía:
“Peligroso agitador comunista; distribuidor activo de propaganda comunista y antifascista”.
A los dieciocho años era un clandestino endeble: fue capturado y condenado a dos años de cárcel.
En 1940, en plena guerra y con Rumania aliada de los nazis, el comando de ocupación alemán funcionó en una residencia de Bucarest que en los años 90 fue sede de la embajada Argentina, Ceaucescu conoció a Elena Petrescu, la mujer que iba a cambiar su vida y sería decisiva en su carrera política. çVolvieron a arrestarlo en pleno romance y en 1943 lo trasladaron al campo de concentración de Tárgu Jiu.
Allí conoció a quien iba a ser su mentor y su protector: Gheorghe Gheorghiu-Dej.
Cuando pasó la guerra y Rumania quedó del lado soviético, según el reparto de Europa que acordaron en Yalta Franklin Roosevelt, Winston Churchill y José Stalin, líderes de las potencias vencedoras, Ceaucescu se convirtió en secretario de la Unión de la Juventud Comunista. Tenía 27 años.
Hizo una carrera veloz y brillante. Los comunistas llegaron al poder en 1947 y Gheorghiu-Dej al gobierno rumano.
Ceaucescu fue ministro de Agricultura, vice ministro de las fuerzas armadas, viceministro de Defensa y jefe de la Dirección Superior de Política del Ejército con el grado de mayor general. En 1952 Gheorghiu-Dej lo llevó al Comité Central del Partido, un cargo clave en la antigua estructura de poder del mundo comunista, y, en 1954 fue miembro pleno del Politburó.
A la muerte de Gheorghiu-Dej en marzo de 1965 Ceaucescu se convirtió en el líder del PC rumano y, en 1967 llegó a la presidencia del Consejo de Estado, un cargo equivalente al de primer mandatario.
Su figura se hizo popular enseguida: enarboló una supuesta política “independiente” de la influencia soviética, que le ganó incluso el reconocimiento de Occidente. Sacó a Rumania del Pacto de Varsovia (la OTAN de la URSS) y, en 1968, se opuso a la invasión soviética de Checoslovaquia que ahogó un intento reformista en ese país.
La supuesta oposición a los dictados del Kremlin duró incluso hasta 1984: Rumania fue uno de los pocos estados socialistas que participaron de los Juegos Olímpicos de Los Ángeles de 1984, boicoteados por la URSS.
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