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El autoproclamado cronista de la Casa Real, el bocazas de Jaime Peñafiel, está que trina con las recientemente publicadas memorias del fallecido Manuel Prado y Colón de Carvajal, quien fuera mano derecha del Rey, tituladas ‘Una lealtad real‘. Las escribió, según afirma en el prólogo
«para que mis hijos sepan que su padre no ha sido el delincuente, el estafador, el beneficiado intendente real con que ha sido mostrado en el cadalso del escarnio público». (La acusación de Jaime Peñafiel contra don Juan Carlos para hundirlo del todo con ayuda de Franco).
Cuenta Peñafiel que siempre lo admiró «por los servicios prestados al Rey personalmente, a la Jefatura del Estado y a España», aunue afirma que
«ignoraba que yo fuera tan importante para que me odiara tanto hasta el extremo de dedicarme cinco páginas llenas no sólo de chismorreos, sino de insultos y falsedades».
Así, se despacha contando anécdotas varias:
«Cierto es que se trata de unas memorias póstumas sobre las que poco o nada puedo hacer. Reconoce: «Habrá muchos que se preguntarán por lo que tendrá que contar este probable caradura, el aristócrata del latrocinio…». En la historia de las famosas cartas de amor del Rey Juan Carlos a la condesa Olghina de Robilan, se atribuye un protagonismo que nunca tuvo.
Fue el general Sabino quien, por orden del Rey, llevó a la revista que yo dirigía los ocho millones de pesetas que la condesa pedía (seis para ella y dos para un intermediario) y que recibió previa firma de un documento en mi poder. «En el fondo, al Rey las cartas le importaban bien poco, como me confesó; olían a naftalina, pasando olímpicamente del tema», dice en sus memorias.
Aquí yerra, aquí miente Manolo Prado, cuando escribe que «no fue el ínclito Peñafiel quien estuvo en el ajo. Fue José Luis Gutiérrez, con el que me reuní para decirle, de parte de La Zarzuela, que no se pagaría ni una peseta a la muy arruinadísima condesa».
Años mas tarde, presumió diciéndome: «Las pagué yo». «Sería con el dinero del Rey que tú administras», le respondí. Y se cabreó. Como cabreado estaba conmigo cuando me hice eco de la lista de los «amigos peligrosos del Rey», entre los que aparecía Manuel Prado. Pero lo que no me perdonó nunca es que pusiera de manifiesto y todo el mundo se enterara por esta columna la presunta interrupción de su amistad con el Rey.
La culpa la tuvo no este periodista, sino Francisco Rivera al no brindarle un toro a Don Juan Carlos, en una corrida en Las Ventas. Yo desconocía el motivo de esta descortesía. Fue el querido amigo y compañero Jesús Cacho quien lo aclaró en su habitual artículo, entonces en EL MUNDO, un viernes 4 de junio. «Al parecer, Rivera Ordóñez se atrevió a reprochar al Rey que no telefoneara a su amigo Manuel Prado y Colón de Carvajal, que llama y llama y nadie le responde, Señor». Ante tan impertinente atrevimiento, el Rey, según Cacho, le miró de arriba abajo y le dio la espalda».
El odio visceral de Manolo Prado hacia este periodista le lleva incluso a falsear la historia cuando escribe: «El mismísimo catedrático de la realeza, Peñainfiel, vino a verme a mi casa, en el Paseo de la Palmera de Sevilla con una foto comprometidísima del Rey donde se le veía entrando en un hotel acompañado de sus ayudantes y de una sospechosa mujer que no era otra que la esposa de su amigo Miguel Arias.
Le dije que pusiera ceros a la cifra en caso de que decidiéramos comprarla. Me pidió…cien millones». Todo falso. Primero, no fue en su casa de Sevilla, sino en su despacho en el Paseo de la Castellana de Madrid.
Segundo, mi intención era sólo y exclusivamente que me identificara la acompañante de Don Juan Carlos en la fotografía que me había enviado un paisano, en la que se veía al rey en La Bobadilla, exclusivo complejo hotelero cerca de Granada y que yo sospechaba se trataba de la «dama Gayá». Como no era ella, la foto carecía de valor alguno. ¿Cómo puede inventarse lo de los 100 millones?
No entiendo cuando se refiere a un programa de una televisión de la que su hijo Borja es consejero, «de los de cotilleo rosa» en el que, según el señor Prado, yo escuché «insinuar a un contertulio comentarios de mal gusto sobre Felipe» (afortunadamente reconoce que no fui yo). Pero ello no le impide arremeter contra mí amenazándome. Posiblemente, porque no me enfrenté al compañero. El pobre Manolo ignoraba que, ante tales insinuaciones, mejor no oírlas.
Las memorias de Manolo Prado alcanzan un nivel supremo de cotilleo cuando dedica toda una página a la historia de una broma que yo, «un bromista sin gracia de sí mismo», le gasté al querido amigo y compañero Pepe Oneto, en el viaje de los Reyes a Argentina, a propósito de «unas braguitas eróticas para ponerle en apuros ante su esposa, novia o amante». Según el señor Prado, «Oneto le devolvió la jugada enviándoselas, con una tarjeta de Peñainfiel, a la emperatriz Farah, que él se vendía muchísimo como amigo personal». ¡Ay, Manolo, que yo a los palacios subí y a las minas bajé, y en todas partes grata memoria dejé de mí! De ti no puede decirse lo mismo.
Afortunadamente y en un gesto de humildad reconoce en el epílogo que «las memorias tienen su parte intrigante y de chochez. Son cosas de la edad y de la falta de costumbre en esto de escribir con un mínimo de decoro». Decoro que le ha faltado a él a la hora de escribir».
«P.D: Lo que más me ha dolido es que me considere un «intruso del periodismo», cuando lo soy por la Escuela Oficial de Periodismo y la Universidad de Navarra, y he trabajado en Europa Press, donde dejé una huella. ¡Hola!, que fue mi casa durante muchísimos años, EL MUNDO desde hace 20, El Independiente, República, Pronto, COPE, Telemadrid, Telecinco y Antena 3. ¿Hay quien dé más, querido?».
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