Les habrá chocado ver esas caras de rabia y la vesania con la que cientos de chinos hacen fosfatina los coches aparcados frente a la embajada de Japón o piden la guerra.
Acostumbra a la amabilidad plástica del tendero ‘Todo a 100’ y anestesiada por el espíritu Zen, la gente ha terminado por creerse esa zarandaja de que los orientales son seres suaves, educados y pacíficos.
No pique: la pueden liar en cualquier momento. Y puestos a serlo, todos pueden ser malísimos.
No digo esto porque esta punto de cumplirse el 81 aniversario de la ‘Violación de Nanking’, durante la que el ejército japonés apioló a 300.000 personas y convirtió en prostitutas forzadas a 10.000 chinas.
Tampoco por la que montaron en los años sesenta la viuda de Mao y sus compinches chinos de la Banda de los Cuatro con su Revolución Cultural.
Ni siquiera por los 3 millones de desventurados que mataron de hambre o a palos los jemeres camboyanos en 1975.
Es que estoy leyendo el último libro de Antony Beevor y me acabo de enterar de que durante la II Guerra Mundial y como tenían escasez de vituallas, los nipones usaron como ganado humano a miles de prisioneros.
Los mantenían con vida con el único propósito de irlos echando al perol de uno en uno, para servirlos de rancho.
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