En estos vertiginosos días de áspero amanecer en que tanto se agita el espantajo de una nefasta tercera guerra mundial o, peor aún, de un posible adelanto electoral, conviene distraer a menudo la mente en asuntos de bajo calado. Es muy saludable despejar las marañas de la conversación sesuda con argumentos ligeros que no alcanzan ni para cubrir la sobremesa, pero que en realidad abordan esa parte indivisible de la esencia más pura del ser humano. Se nos ocurre, a este propósito, trazar unas torpes pinceladas sobre una cuestión peliaguda que, de manera irremediable, asoma en mitad del camino —en la parte final del camino, concretamente— como un obstáculo incómodo y en muchas ocasiones insalvable, un fenómeno de engorrosa gestión, de feas aristas, que acaba adoptando el aspecto de una piedrecilla insolente en el zapato: el final de nuestra vida útil.
De entre todos los monstruos agazapados en las sombras funestas del armario, este vendría a ser, con creces, el más aterrador, el de más torva y repugnante mirada, el de colmillos más afilados. Las continuas humillaciones de la suegra, que encuentra una gozosa satisfacción en mortificarnos permanentemente, son una broma tierna e inocente comparadas con el escalofriante espanto que provoca el final de nuestra utilidad en la vida. Suele coincidir con el final de nuestra vida laboral, y la certeza que produce esa palpable cercanía, esa fecha subrayada amargamente en el calendario, no hace sino acrecentar el horror del desenlace. Es habitual recurrir a frases manidas con las que uno cree ponerse a salvo del desastre, con las que uno trata de convencerse a sí mismo de que el final de una vida útil, de una vida laboral, equivale a recorrer un sendero nuevo y estimulante, un jardín plagado de relucientes e innumerables emociones: «Cuando me jubile aprovecharé para viajar. Y a disfrutar a tope de la vida.» Sí que va usted a viajar, sí, pero no le vamos a decir adónde para no estropear la sorpresa, y, sobre todo, porque el profundo respeto nos impide expresarnos de un modo grosero.
Cuántas veces habremos escuchado el estremecedor testimonio de una persona valiosa y singular que, naufragando ahora en las aguas turbias y ociosas de la jubilación, se siente anulada, desprotegida y despreciada por una sociedad frívola y bulliciosa que tritura salvajemente a los individuos, en el tramo final de sus vidas, como si se tratara de eliminar desechos. Cuántas veces nos ha embargado la compasión al descubrir en un rincón de la estancia a esa persona encomiable que ayer creímos insustituible, arrumbada hoy en una esquina como un mueble desfasado, como un mal recuerdo, como un fugitivo apestado, a quien se ha vetado ya incluso el dudoso placer de cuidar de los nietos.
El manso y macabro universo de la vida inútil es un concurrido paraje del infierno donde nos retiran el uso de la palabra, donde nos niegan el crédito, donde nos arrebatan el derecho a la dignidad. Es una fría gruta dominada por la penumbra, antesala esperpéntica de la muerte, donde nos agrupan provisionalmente con la esperanza de que no tardemos demasiado en dejar de molestar.