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Decimos; opinamos; juzgamos; sentenciamos ex cátedra…; nos erigimos en jueces de la conducta de los demás, y no tan solo de lo que hace, sino -en un alarde de adivinos de feria- de por qué lo hace.
Como si fuésemos ´diosecillos´ capaces de penetrar en el pensamiento ajeno.
Pero lo peor del caso es que lo hacemos con tanto entusiasmo que no tenemos tiempo de mirarnos en el espejo para darnos cuenta que -la mayoría de veces- lo que vemos en los demás no es más que una proyección artificial de nuestros propios defectos y carencias morales.
Cada vez que tengo cerca a un puritano buenista, (no hay puritano bueno), dando lecciones de ética y moral, instintivamente me echo mano a la cartera, mientras mi trasero busca una pared sólida que salvaguarde su honra.
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