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Fco. A. Juan Mata: «Pangea, la religión que fue y la que será»

“El alma no descansa hasta que no reposa en algo absoluto.” (Miguel de Unamuno)

Fco. A. Juan Mata 26 Jul 2025 - 10:25 CET
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Hace 300 millones de años, los continentes no eran más que un solo cuerpo, un puzle intacto llamado Pangea, rodeado por las aguas de Panthalassa. Aquella geografía sin fronteras ni banderas era la única patria posible: la de la Tierra como hogar indivisible. Luego llegaron los siglos, los hombres, los idiomas, los dioses… y, sobre todo, las líneas divisorias. A cada paso de civilización, un nuevo muro.

Y, sin embargo, el planeta sigue su curso. Los continentes, empujados por las placas, parecen querer volver a juntarse. No hay metáfora más elocuente para nuestro tiempo: nos dirigimos hacia una nueva Pangea, no solo geológica, sino moral y espiritual. Pero no sabemos —todavía— convivir en ella.

Nos han vendido la globalización como un progreso inevitable, pero su motor no es la fraternidad, sino el mercado. La unificación que se extiende no es del alma, sino de los escaparates. El planeta se parece cada vez más a sí mismo, pero no se reconoce. Y en ese desorden disfrazado de orden, las culturas se diluyen, las religiones se radicalizan o se marchitan, y el hombre moderno —como escribió Unamuno— se pregunta, “¿para qué todo esto?”

Ni la política, ni la economía, ni la tecnología han respondido a esa pregunta. Solo la religión lo ha intentado, aunque dividida en mil fragmentos y, demasiadas veces, empuñando el dogma como arma. Hemos tenido religiones que quemaban al disidente, otras que lapidaban al distinto, y otras más que bendecían al invasor. Y, sin embargo, no hemos sabido vivir sin ellas.

Porque el alma, esa extraña palabra que sigue negándose a desaparecer, necesita anclarse en algo más grande que el cálculo y el algoritmo.

Hoy, cuando el laicismo se impone en Occidente como nueva norma social —tan dogmático a veces como los credos que pretendía superar— y cuando el fundamentalismo religioso aterra con cuchillo en mano o metralla en nombre de Dios, la pregunta sigue vigente: ¿Es posible una religión universal?

Karl C. F. Krause lo propuso ya en el siglo XIX. José Antonio Marina lo sugiere en clave ética: una moral universal como base común para todas las culturas y credos. El teólogo jesuita Caffarena intuyó incluso una religiosidad implícita en todo acto moral, incluso en el ateísmo. No se trata de sumar dioses, sino de buscar el mismo misterio bajo distintos nombres. Como escribió Schillebeeckx: hay más verdad en el conjunto de todas las religiones que en una sola aislada.

Y sí, quizás sea hora de abandonar el exclusivismo revelado para abrazar una religión de la humanidad: no impuesta, sino acogida; no dogmática, sino vivida; no vertical, sino compartida.

Una religión sin cruzadas ni inquisiciones, sin castas ni infiernos, que brote de la dignidad humana, de la empatía radical, de la certeza de que ningún pueblo, lengua o mito tiene el monopolio de la verdad. Algo más próximo a lo que quizá Jesús, Mahoma, Buda o Moisés realmente quisieron decir antes de que los siglos lo distorsionaran.

Ese nuevo credo no tendría templos, sino conciencia. No excomulgaría a nadie, sino que invitaría al otro a compartir su verdad sin miedo. Estaría escrito, no en piedras ni en papiros, sino en la conducta cotidiana. En la compasión, el cuidado del planeta, el respeto a lo distinto y la búsqueda incesante del bien común.

No anularía las religiones existentes, sino que las integraría en un todo mayor. Sería la religión de la frontera abolida, del abrazo intercultural, del misterio como camino, no como amenaza.

Y quizás, con el tiempo, nuestros hijos ya no recen por miedo, ni nieguen por orgullo, sino que vivan como si cada gesto tuviera sentido. Como si Dios —llámese como se llame— estuviera más interesado en nuestra ética que en nuestra liturgia.

Volveremos a Pangea. No por el choque de placas tectónicas, sino por una urgencia espiritual. Porque todo lo que nos separa está agotado. Y porque al final, como sabía Unamuno, el alma solo descansa cuando se entrega a algo absoluto.

Tal vez ese absoluto no sea un Dios concreto, sino la aspiración misma a la justicia, la verdad y la compasión. Y si ese es el corazón de la nueva religión, entonces que me inscriban ya en ella.

Porque esa —sí— podría ser la religión del futuro. O quizá, simplemente, la que debimos tener desde el principio.

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