Hay libros que uno lee y olvida, y hay otros que te agarran por la solapa y te obligan a mirar de frente al misterio.
Uno de esos es Por qué no soy cristiano, de Bertrand Russell. Filósofo, matemático, iconoclasta impenitente y experto en dinamitar certezas ajenas. En su capítulo 13 encontramos una joya: el debate con Frederick Copleston, jesuita, teólogo y, para muchos, una de las mentes más lúcidas del siglo XX. Dos hombres, dos mundos, dos visiones del universo.
Russell, con su ironía británica y su agnosticismo militante, se enfrenta a Copleston, que defiende a Dios armado con siglos de tradición filosófica y teológica.
El resultado no es un duelo de golpes bajos, sino una batalla intelectual fascinante: la existencia de Dios, la contingencia del universo, el principio de razón suficiente, el argumento ontológico… y, en el fondo, la gran pregunta que atraviesa todo:
“¿Por qué hay algo en vez de nada?”
No se equivoque el lector: aquí no se trata de sermones, ni de catecismos, ni de imponer respuestas prefabricadas. Se trata de pensar. De atreverse a entrar en un territorio donde las certezas se tambalean, donde el vértigo es real. Y también de descubrir que, detrás de los conceptos filosóficos y las fórmulas lógicas, late siempre lo mismo: el asombro humano ante el hecho de estar aquí.
Un viaje sin promesa de respuestas
Esta serie de artículos nace de ese debate, pero no pretende resolverlo.
No tengo, ni pretendo tener, las respuestas definitivas. Russell tampoco las tuvo. Ni Copleston, aunque lo intentara. Kant, Leibniz, Tomás de Aquino, Heidegger… todos se hicieron las mismas preguntas. Ninguno pudo cerrarlas del todo.
Y, sin embargo, hay algo hermoso en recorrer sus caminos, como quien sigue un rastro de migas de pan en un bosque inmenso.
A lo largo de estos capítulos nos asomaremos a los grandes argumentos sobre Dios, el universo, la razón, la fe y el sentido de la existencia. Habrá ironía, porque no hay filosofía sin una pizca de irreverencia. Habrá rigor, porque sin él estaríamos en el terreno de la superstición. Y, sobre todo, habrá preguntas.
Porque las preguntas, esas que nos quitan el sueño y nos obligan a mirar más allá de la rutina, son las que nos mantienen vivos.
Una invitación abierta
Le propongo algo, lector: acompañarme.
No para creer lo que yo creo, ni para seguir la fe de Copleston o las dudas de Russell. Sino para pensar juntos. Para detenernos un momento, cerrar el ruido y mirar de frente a lo más profundo:
- Por qué estamos aquí.
- Si hay sentido o todo es casualidad.
- Si somos polvo de estrellas o hijos de alguien.
- Y, al final, si esa voz que algunos llamamos Dios existe… o si es solo un eco de nuestro propio miedo.
Esta serie no ofrece certezas, pero sí un viaje. Uno donde la fe, la duda, la filosofía y la ciencia se cruzan, chocan, se contradicen… y, de vez en cuando, se iluminan mutuamente.
Russell y Copleston empezaron este diálogo hace más de setenta años. Nosotros lo retomamos hoy.
Quizá no hallemos respuestas definitivas, pero algo me dice que las mejores preguntas merecen ser vividas más que respondidas.
Bienvenido al debate. Pase, si se atreve.
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