“La felicidad depende de la calidad de tus pensamientos”. Marco Aurelio dejó escrito esto hace casi dos mil años. Y, sin embargo, la frase parece escrita para los ojos de hoy, para cualquiera que contemple la devastación de Gaza, donde la vida se abre paso entre ruinas, sangre y escombros.
Allí, entre cascotes que huelen a pólvora, unos niños juegan al balón. Corren, tropiezan, se ríen. No ignoran del todo las bombas, saben que el cielo puede desplomarse en cualquier momento. Pero eligen jugar. Y en ese gesto infantil hay más dignidad que en los discursos huecos de los que miran desde lejos. Porque el genocidio que se está consumando —ejecutado con la frialdad de misiles teledirigidos— no logra extinguir la risa de esos críos.
La paradoja es amarga: lo perpetra un pueblo que conoce en su propia carne lo que significa ser arrasado, deportado y exterminado. Quien sufrió los campos de concentración en Europa hoy levanta un muro y encierra a otro pueblo en una franja de tierra cercada, castigándolo con hambre, metralla y humillación. La historia, a veces, no enseña. O enseña demasiado tarde.
“Por favor no sintáis lástima por mí. No sientas pena por nosotros. No te necesitamos, te lo prometo. No necesitamos a nadie”. Es el mensaje que una joven palestina envió a los medios desde Gaza. Y yo creo entenderlo. Porque en su lugar, quizá, también lo diría. No se trata de arrogancia ni de orgullo vacío: es una declaración de dignidad. El grito de un pueblo que, incluso bajo las bombas, no quiere compasión barata ni gestos de lástima. Reclama respeto, no lágrimas.
Esa dignidad es la que el mundo occidental parece incapaz de ver. En su mayoría, los palestinos se aferran a un Dios vivo que los sostiene, mientras nosotros, en nuestras sociedades aburguesadas, hemos sustituido la fe por la prisa, el consumo y la indiferencia. Puede que no sean ellos quienes necesiten ayuda, sino nosotros. Quizá el verdadero enfermo sea Occidente, con su escala de valores corroída por el egoísmo y la comodidad.
Ante este paisaje de horror, la razón se convierte en el único refugio que queda. No una razón fría, sino una brújula íntima que permite distinguir lo que depende de nosotros de aquello que jamás podremos cambiar. Nadie en Gaza elige las bombas. Pero un niño puede elegir jugar. Y un hombre, aunque lo pierda todo, puede elegir no odiar hasta pudrirse por dentro. Esa elección, que parece mínima, es en realidad la línea roja que separa la humanidad de la barbarie.
Aceptar la vida con serenidad no significa claudicar ante la injusticia. No es resignarse, ni bajar la cabeza. Es entender que hay tormentas que ningún individuo puede detener, pero sí resistir sin entregar el alma. Como aquel viejo capitán que decía que al mar no se lo vence; se lo navega. En Gaza, la vida se navega cada día a tientas, y aun así, la pelota rueda entre los cascotes.
Ese camino lleva a lo que los antiguos llamaron ataraxia: imperturbabilidad. Una calma que no es indiferencia, sino fuerza. El mundo se desmorona, pero uno decide no dejarse arrastrar con él. Esa paz interior, conquistada en medio de la metralla, es quizá la forma más alta de resistencia.
Frente al genocidio, frente a la injusticia repetida y la impotencia del mundo que mira y calla, queda la razón como escudo último. Pensar con claridad, no alimentar el odio, resistir en la medida de lo posible. No cambiará el curso de los drones ni el cálculo de los generales, pero permite que cada hombre y cada mujer conserve su dignidad.
Quizá eso sea lo que más teme el verdugo: que, aun bajo las bombas, el espíritu no se doblegue. Que los niños de Gaza rían, que las muchachas se nieguen a inspirar compasión, que un pueblo entero, olvidado por Occidente, se aferre a la vida y a su Dios. Porque mientras esa risa y esa fe existan, la barbarie no habrá vencido del todo.
La felicidad depende de la calidad de los pensamientos, escribió Marco Aurelio. Y en un rincón de Gaza, entre humo y destrucción, unos niños y una joven orgullosa le dan la razón sin saberlo.
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