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Fco. A. Juan Mata: «El día que Dios murió… y nadie se dio cuenta»

(Crónica de un funeral sin cadáver)

Fco. A. Juan Mata 17 Sep 2025 - 15:44 CET
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Nietzsche, golpeando frases como quien rompe cristales: —Dios ha muerto. Y nosotros lo hemos matado.

Copleston, ajustándose la sotana, sin despeinarse: —Pues mire, Herr Nietzsche… si lo hemos matado, se diría que el difunto goza de una salud envidiable.

Durante siglo y medio han repetido, con gesto satisfecho, la frase más incendiaria de la filosofía moderna: “Dios ha muerto.”

Lo han dicho con solemnidad de réquiem, como si enterrasen a un rey.
Solo que aquí hubo misa, pero no cadáver.

Mientras Nietzsche dictaba el acta de defunción desde Basilea, el Vaticano seguía encendiendo cirios. Las mezquitas seguían llamando a la oración. Los monjes zen seguían respirando silencio. Y en Andalucía las procesiones cruzaban las calles polvorientas como si nada.

Dicho de otro modo: el entierro fue teórico. Los fieles no asistieron al funeral.

La modernidad contra el misterio

Nietzsche no hablaba de un certificado literal. Quiso decir que la modernidad, con su ciencia, su razón y sus telescopios, arrinconó a Dios.

El hombre dejó de verse criatura y se proclamó arquitecto. Nos creímos capaces de encontrar sentido por nuestra cuenta. Rompimos altares y levantamos laboratorios. Y, sin embargo, aquí estamos: con las manos igual de vacías.

Russell sonreiría diciendo que es puro consuelo. Copleston replicaría que es puro origen. Tal vez los dos acierten: el hambre de sentido sigue intacto.

Los nuevos dioses

Matamos a Dios, sí. Pero no dejamos el trono vacío.

Creímos que íbamos a desterrar los mitos. En vez de eso, fabricamos otros nuevos: el progreso infinito, la inteligencia artificial, la promesa de vivir ciento cincuenta años.

Los templos cambiaron de dirección, pero el impulso de creer sigue ahí, tan terco como siempre.

Y quizá eso debería hacernos pensar.

El susurro que no se apaga

Hay un detalle incómodo: cada vez que creemos haber desterrado a Dios, el misterio regresa.

Quizá por eso, a pesar de siglos de crítica, las iglesias no se han vaciado.

Tal vez la fe persiste porque no es solo una teoría: es una experiencia.

El creyente no necesita demostrar a Dios, como no necesita demostrar que ama.

Simplemente lo vive. Lo respira. Lo sabe.

Cuando la razón calla

Russell pedía pruebas. Copleston respondía con confianza interior.

Eran dos pulsos enfrentados que nos atraviesan a todos:

La filosofía puede jugar partidas infinitas de ajedrez, pero llega un punto en que la razón calla. Y lo único que queda es el salto: confiar, no porque se sabe, sino porque se intuye.

La esperanza no negociable

Quizá Nietzsche tenga razón: hemos matado ciertas imágenes de Dios, ciertos dogmas, ciertas caricaturas teológicas. Y tal vez era necesario.

Pero lo que no hemos matado, ni queremos —ni podremos matar— es el deseo.

La sed de sentido. La sospecha íntima de que no somos solo química y carbono.

Quizá, al final, eso sea Dios:

La llama que empuja a seguir buscando, incluso cuando todo parece absurdo.

Uno entierra certezas, pero otro reza

Nietzsche gritó que Dios había muerto. Quizá hablaba más de nosotros que de Él.
Porque, mientras el filósofo enterraba certezas, en cada rincón del planeta alguien seguía rezando.

Alguien encendía una vela. Alguien miraba al cielo con la misma pregunta antigua.

Puede que nunca logremos demostrar a Dios con fórmulas, ecuaciones o escáneres.
Y, sin embargo, para millones de personas, Dios es tan real como el aire que respiran.

Quizá la verdadera fe no consista en entenderlo, sino en atreverse a vivir como si existiera.

Y eso, en un mundo que fabrica nihilismo a escala industrial, no es poca cosa.

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