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Israel de la Rosa: «La media fatiga»

Israel de la Rosa 06 Oct 2025 - 18:10 CET
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Vendría a ser esta media fatiga como una semizancadilla existencial, como un freno doloroso y sutil que se anticipa malignamente a cualquier movimiento, a cualquier deseo, a cualquier designio honrado. Antójase como caminar con un invisible peso a cuestas, y poco o nada podremos menearnos con la facilidad de antaño, con la ligereza de los espíritus enérgicos. Es una juventud, esta media fatiga, lastrada por el peso abrumador de los años. Nada puede concebirse con alegría, nada, ni aventura ni gamberrada, pues es concebirlas y sentir al instante un cansancio que se aferra a los músculos, que nos impide avanzar con libertad y nos obliga a deslizarnos pesadamente, y no hay modo cabal de desembarazarse de esta media fatiga, de esta entera condena, pues va envolviéndonos día tras día como un manto viscoso y siniestro, como una capa embebida en la turbia y plomiza agua de un pantano.

Pareciera cosa de risa el esfuerzo que hoy debemos hacer para soportar a esas personas a quienes tragamos solo un poquito. Se convierte tarea semejante, con esta rémora fatigosa en los riñones, en suplicio sobrehumano, se multiplica por diez el menosprecio, malquistándonos con la familia algo más arriba de lo medianamente saludable. Esta media fatiga se transforma por arte de mala magia en molesto y permanente cilicio. Ni disfrutar nos deja del sofá y de la posición añorada de bartola. Ay, es como una letanía, como fanático martirio, esta cosa de la suma pereza. Se puede uno desenvolver, puede uno articular los movimientos indispensables, los que necesita para arrostrar una jornada meramente laborable, pero todo es penoso, cualquier minucia se observa con religioso tormento, como si se tratara de sostener sobre los hombros una carga más propia de mulas.

Raro es, no obstante, el edificio en que no reside una sabia señora que mitiga todos los males del mundo. Raro es, decimos, que no habite en el segundo izquierda una dama bien entrada en años y conocimiento, una vieja que no ponga las manos —las manos las pone durante la sesión y a la hora de cobrar—, una insigne virtuosa de la medicina alternativa que atesora entre sus logros, según se murmura en el patio de luces, el haber llegado a curar el cáncer con dos hojitas de laurel. Pero la vida siempre nos depara sorpresas amargas, pues en este universo revolotean extraños sucesos que nunca comprenderemos: los remedios medievales de esta tiparraca no han surtido efecto, las gotitas de limón y la ramita de canela no hicieron sonar la flauta, y esta diabólica media fatiga continúa ahí, tozuda y emperrada, agriándonos la existencia.

Es el sumar borrones en las casillas del calendario, es contemplar cómo el invierno se transforma en tibia primavera y las brisas cálidas del verano en afilados torbellinos de otoño. Es el paso irrevocable del tiempo, qué duda cabe. O la mala suerte, pudiera ser. Y ahí vamos, un día y otro, arrastrando el pie y apretando los dientes, y suspirando torcidamente con aires de tierna penuria.

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