Como niños sentados en círculo alrededor de un fuego, sonriendo con inocencia a los destellos cambiantes y rojizos de las llamas. Como criaturas que unen las manos en divertido corro, que se agitan en un baile impetuoso, bajo amable luna acariciadora de plateados suspiros. Como tiernos chiquillos alborotados junto al infatigable rompimiento de unas olas, en idílica playa, en idílico verano de juventud pasajera, de juventud cristalina y fugaz, cual la misma vida. Así, como esos niños cándidos, como esos chiquillos manipulables, como esas criaturas ingenuas y moldeables que todo están dispuestas a creer, que todo desean creer, que convierten alegremente cualquier fantasía en dogma. Así esta sociedad de hoy, así estas legiones de ignorantes hoy.
¿Cuándo ha necesitado un niño contrastar la veracidad de un cuento? ¿Cuándo ha perseguido un chiquillo los argumentos fidedignos que sostienen una fábula, cuándo ha tratado de desenmascarar los falsos pilares en que se apoya una divertida narración? Jamás, pues es contrario a su naturaleza. ¿Cuándo el ignorante, pues, ha puesto en duda una perversa falacia? ¿Cuándo ha sopesado el patán la autenticidad de una injuria, si tal injuria ofende por ventura a su enemigo declarado? Jamás, pues es contrario a su naturaleza. Las consignas, proclamadas en alta voz desde los sagrados púlpitos políticos, se aborrecen con singular enojo si son contrarias al deseo particular, y se aplauden con vibrante entusiasmo si son favorables al celoso interés del prójimo. Pero en ningún caso se desmenuza el razonamiento, en ningún caso se cuestionan los motivos. No existiendo intelecto, no habiendo mollera que ejercitar, el acomodo o la repugnancia de la consigna se ajusta exclusivamente al bolsillo o al ciego capricho ideológico. No habiendo capacidad de reflexión o de sano discernimiento —ay, el individuo en su vieja caverna, cubierto con taparrabos—, la voluntad pérfida e innoble de un avispado, de un oportunista sin escrúpulos, se impone sobre la masa, sobre el rebaño.
Hoy podría rasgarse el cielo azul de repente con infernal rugido y brotar un puño de acero descomunal de entre las nubes, y aplastar ese puño tres cuartas partes de la península de un solo porrazo. Pues bien, bastaría con que un bribón aprovechado, debidamente legitimado por las urnas, se encaramase a un estrado y se desgañitara señalando a su rival político como causante del desastre bíblico, para que su corte de adoradores repitiera al unísono, golpeándose el pecho con las convenientes lágrimas del paroxismo, en febril y escandalosa catarsis, los mismos argumentos acusadores. Podría abandonar Mercurio su órbita y enfilar nuestro planeta amenazadoramente, con riesgo inminente de zambombazo, que cualquier ridículo creador de contenido —profesión en auge, equivalente a la de registrador de la propiedad de hace tres décadas—, repantigado en su silla gaming de colorines, nos convencería elocuentemente de que la culpa del descarrilamiento orbital la tiene el comunismo, y muy concretamente el de Engels.
Como niños sentados en círculo alrededor de una hoguera, sonriendo con inocencia a los reflejos cambiantes y cobrizos de las lenguas bailarinas de fuego. Así esta sociedad manipulable de hoy, así estas legiones de ignorantes hoy.
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