TRAS ocho meses de espera, el tribunal del caso Nóos ha dictado un extensa y detallada sentencia que cuestiona sin paliativos, aunque no lo exprese directamente, la instrucción dirigida por el juez Castro y la acusación defendida por el fiscal Horrach.
De dieciocho acusados, solo siete han sido condenados. De las tres tramas territoriales, las magistradas solo consideran probada la de Baleares y excluyen Madrid y Valencia. De los diecinueve años de prisión que pedía la Fiscalía para Iñaki Urdangarín, solo le imponen seis años y tres meses, un tercio.
De los dieciséis años que pedía también la Fiscalía contra Diego Torres, ha sido condenado a la mitad. Este balance de absoluciones y condenas parciales y rebajadas no complacerá a quienes solo respetan la Justicia cuando su resultado coincide con sus prejuicios.
Pero se trata de una sentencia que pone fin a un proceso en el que han intervenido la Abogacía del Estado, el Ministerio Fiscal, un juez instructor y seis magistrados de la Audiencia de Palma de Mallorca, además de abogados defensores, policías investigadores, decenas de testigos y peritos.
No ha sido una sentencia improvisada. Ha tardado demasiado, pero una vez dictada es evidente que en ella se refleja una Administración de Justicia garantista, racional y sometida al imperio de la Ley.
Una sentencia que invita a la reflexión. A reserva de lo que pueda decidir dentro de muchos meses la Sala Segunda del TS al resolver los recursos de casación de defensas y acusaciones, se debe reflexionar sobre el estado de la Justicia penal en España. Las instrucciones penales se prolongan excesivamente, las imputaciones se dictan con demasiada alegría e hipotecan las vidas sociales y familiares de los imputados.
Las fiscalías territoriales parecen no tener filtros de calidad en temas de corrupción, y cuando se les imponen surge la protesta excesiva, como en el caso de las fiscales de Murcia.
El juez de instrucción, por último, se convierte en señor de vidas y haciendas y, luego, cuando la sentencia desmiente a unos y otros, no pasa nada y a nadie se le exigen responsabilidades. No solo eso, sino que replican con arrogancia, como el juez Castro, que en vez de guardar un prudente silencio tras su deficiente instrucción, todavía se atreve a descalificar a la Infanta Cristina como «mujer florero».
El caso Nóos ha cerrado una etapa y empieza la del TS, pero mientras deberá decidir la Audiencia de Palma si, a petición de Horrach, ordena el ingreso en prisión de Urdangarín y Torres. Horrach debe medir sus decisiones, y no debe utilizar la prisión provisional de estos condenados por una sentencia que no es firme para resarcirse por el fracaso evidente de su acusación.
Mejor hará en preparar un buen recurso de casación que en anticipar la cárcel para quienes van a recurrir sus condenas y nunca han mostrado voluntad de huir. Si lo que busca es evitar la fuga, hay otras medidas eficaces.
El tribunal de Palma ha cumplido con responsabilidad. Una buena Justicia no es la que satisface las demandas partidistas, ni secunda los estados crispados de la opinión pública, sino la que se administra en un proceso con garantías de imparcialidad y legalidad. Y así ha sido con una sentencia que ha acertado al poner a Manos Limpias en su sitio, destronándolo del papel privilegiado que le dio el juez Castro después de que este rompiera el tándem formado con Horrach.
La sentencia publicada ayer cierra la primera parte del juicio legal del caso Nóos, porque el juicio político y social seguirá vivo, en boca de quienes solo confiaban en las magistradas si condenaban a la Infanta Cristina e imponían a Urdangarín toda la pena pedida por el fiscal. Hay que insistir en que la Infanta ha salido absuelta, pero no impune.
Al margen de los costes personales, su marido ha sido condenado a más de seis años de prisión por delitos que tienen en común el aprovechamiento inmoral e ilegal de su condición de yerno del Rey Juan Carlos ante la Administración balear.
La Infanta no debe conformarse con su absolución, porque tras de sí deja un rastro de daño a la Corona que tardará en desaparecer. Hace tiempo que debió renunciar a sus derechos dinásticos, al margen de la sentencia.
Su responsabilidad era institucional y debió asumirla no ante el tribunal, sino ante su padre y su hermano, el Rey Felipe VI. Las razones para hacerlo no han desaparecido.
Esta sentencia, en suma, debería servir para preguntarse si en este país no se está incurriendo en una exasperación penal que hace ver delitos en cualquier incumplimiento legal. Antes que sospechar de los jueces que no condenan habría que plantearse si la ley no está empujando a una criminalización excesiva de la vida política, administrativa y económica.
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