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Después de 467 días de devastación en Gaza, Donald Trump ha conseguido lo que parecía un reto insuperable para Joe Biden: establecer un acuerdo de alto al fuego entre Israel y Hamás en Gaza.
Este anuncio, realizado a tan solo días de su toma de posesión el 20 de enero de 2025, ha reavivado el debate sobre las habilidades negociadoras del magnate convertido en estadista, frente a la diplomacia más convencional de su antecesor demócrata.
Sin embargo, surge una pregunta en las cancillerías: ¿es este un triunfo del talento negociador de Trump o simplemente un aprovechamiento de circunstancias que se gestaron bajo la administración pasada?
El pacto suscrito en Doha, mediado por Qatar y Egipto, es casi idéntico al que Biden presentó el 31 de mayo de 2024, respaldado por la Resolución 2735 del Consejo de Seguridad de la ONU en junio.
Durante ocho largos meses, ese plan permaneció estancado en un limbo diplomático mientras la guerra continuaba cobrando vidas tanto palestinas como israelíes.
La diferencia clave no radica en el contenido del acuerdo, sino en la voluntad política para hacerlo efectivo. Mientras Biden adoptó una actitud permisiva hacia Israel, permitiendo que Benjamin Netanyahu socavara las negociaciones sistemáticamente, Trump envió a su emisario especial Steven Witkoff con un mensaje claro: había que cerrar el trato antes del inicio presidencial.
La estrategia Trump: presión y pragmatismo
La forma en que Trump aborda el conflicto en Gaza contrasta notablemente con la metodología y los objetivos de Biden. El republicano desplegó su estilo característico basado en transacciones, combinando amenazas directas con incentivos inmediatos. Su advertencia a Hamás fue inequívoca: aceptar el acuerdo o enfrentarse a un «infierno» respaldado totalmente por EE.UU., dispuesto a «terminar el trabajo» militarmente. Esta retórica de «paz a través de la fuerza» no es nueva para Trump; sin embargo, esta vez vino acompañada de una presión igualmente contundente sobre Netanyahu.
A diferencia de Biden, quien vinculó el futuro político de su administración al éxito militar israelí tras el colapso del acuerdo con Arabia Saudí, Trump no desea heredar problemas no resueltos. Su objetivo es demostrar una capacidad rápida para cerrar conflictos y acumular victorias diplomáticas que le permitan aspirar al Premio Nobel de la Paz. Este deseo por reconocimiento internacional va más allá del mero ego; refleja una estrategia calculada para posicionar su mandato como una era marcada por «paz mediante negociaciones difíciles».
La efectividad de Trump radica en su disposición a ejercer presión bilateral. Mientras Biden actuaba como un facilitador pasivo y permitía que Israel pospusiera indefinidamente cualquier compromiso, el republicano dejó claro a Netanyahu que la colaboración con su nueva administración requería flexibilidad. Israel, consciente de la importancia de empezar bien esta nueva relación con Trump, accedió a participar en este teatro diplomático que le otorgó al presidente entrante su victoria mediática.
Las virtudes y limitaciones del método Trump
El desenlace reciente Gaza pone sobre la mesa las fortalezas y debilidades del estilo de negociación del propio Donald Trump. La disposición de ejercer presión bilateral, combinando amenazas creíbles con incentivos inmediatos logró efectividad donde la diplomacia tradicional fracasaba. La falta ataduras ideológicas y e l pragmatismo transaccional le permitió actuar rápidamente sin las trabas burocráticas que limitaron las acciones de Biden.
Sin embargo, Trump se benefició de condiciones previas que él no creó. El desgaste bélico en ambas partes, la destrucción masiva Gaza, el debilitamiento del Eje de Resistencia, cambios en el cálculo estratégico de Netanyahu ante una nueva administración, fueron factores determinantes que maduraron bajo la vigilancia Biden. Trump supo aprovechar impecablemente el momento, pero no generó las condiciones que hicieron posible dicho acuerdo.
Además, el verdadero desafío comienza ahora. Conseguir las firmas para el alto al fuego es relativamente sencillo comparado con garantizar su cumplimiento a largo plazo. La propuesta de paz que mezcla incentivos con amenazas, logró forzar a las partes a volver a la mesa de negociación; sin embargo, las aceptaciones a las condiciones parecen movimientos tácticos dentro estrategias mayores. El éxito dependerá de la habilidad de los mediadores de Estados Unidos, Egipto, Qatar y Turquía para transformar el frágil consenso inicial en algo detallado, estable y verificable.
El tablero regional
Sin embargo, atribuir el acuerdo únicamente a las habilidades negociadoras de Trump sería simplificar una realidad geopolítica compleja. El contexto militar y político en enero de 2025 es muy distinto al existente en mayo de 2024. El llamado Eje de la Resistencia está sufriendo un desgaste considerable; Hezbolá se encuentra debilitado tras meses enfrentándose a Israel y Hamás, aunque resistente, ha visto disminuida su cúpula dirigente.
Curiosamente, Hamás emerge del conflicto con una posición negociadora fortalecida. El grupo palestino no ha alterado sus exigencias fundamentales: liberación de prisioneros palestinos a cambio de rehenes israelíes y retirada total de las fuerzas israelíes de Gaza. Estos son exactamente los términos del acuerdo propuesto en mayo y los mismos establecidos para enero. El corredor de Netzarim y la presencia israelí en el corredor de Filadelfia —calificado por Netanyahu como «piedra angular» para la seguridad israelí— deberán ser desmantelados según este nuevo acuerdo. El Plan de los Generales -acusados de ser una limpieza étnica- parecen haber quedado disipados, al menos temporalmente.
La resistencia palestina ha logrado conservar su capacidad operativa hasta los últimos días del conflicto, llevando a cabo ataques con cohetes hacia territorio israelí que evidenciaban que, pese a la devastación masiva en Gaza, el grupo mantenía una estructura militar funcional. Esta situación sobre el terreno le otorgó legitimidad negociadora a Hamás y obligó a Israel a reconocer que una victoria militar total era inalcanzable dentro de un plazo razonable.
Más allá de la resolución inmediata del conflicto en Gaza, Trump persigue objetivos estratégicos mayores. Con el Eje de la Resistencia debilitándose, Hamás aislándose y Hezbolá mermando, el republicano busca revivir acuerdos de normalización entre Israel y Arabia Saudita, pieza clave estrategia Oriente Medio. Este pacto permitiría a Estados Unidos estabilizar su posición regional y completar el giro asiático, resguardando su retaguardia en el tablero geopolítico global.
Se anticipa también el levantamiento de sanciones por el uso del software espionaje israelí Pegasus a colonos Cisjordania; al tiempo que los republicanos lanzan campañas contra la Corte Penal Internacional para cancelar las órdenes de arresto contra Netanyahu y Yoav Gallant. Además, apoyarán las anexiones territoriales israelí en Cisjordania, consolidando la ocupación mediante hechos consumados en el terreno.
Sin embargo, el presidente republicano deberá lidiar con una contradicción fundamental: cualquier tipo de normalización regional exige un compromiso político creíble con Palestina, contradiciendo las aspiraciones anexionistas de Tel Aviv. Hamás ha planteado el dilema estratégico de los intereses estadounidenses e israelíes, obligando a Washington a elegir entre apoyar la expansión territorial judía y construir una arquitectura de seguridad estable regional.
El acuerdo: tres fases hacia una paz incierta
El alto al fuego establece un desarrollo escalonado dividido en tres fases que busca equilibrar las demandas de ambas partes. La primera etapa durará 43 días e incluye la liberación por parte de Hamás de 33 prisioneros israelíes —entre ellos mujeres, niños menores de 19 años, ancianos mayores de 50 y civiles heridos o enfermos—. A cambio, Israel liberará 30 palestinos menores o mujeres por cada prisionero israelí liberado; esta cifra se elevará a 50 si se trata de mujeres soldados.
Además, Israel liberará a 47 palestinos arrestados nuevamente después del acuerdo intercambiador firmado en 2011 y liberará todas las mujeres y niños menores de 19 años detenidos desde el 7 de octubre del año pasado. El ejército israelí se retirará hacia los bordes poblados dentro del territorio gazatí desmantelando infraestructura militar; además se suspenderán las operaciones aéreas militares durante diez horas diarias —ampliándose a doce horas tras finalizar el intercambio—. Los palestinos recuperarán libertad para moverse mientras comenzará la entrada diaria masiva —600 camiones— con ayuda humanitaria; entre ellos habrá unos 50 destinados al combustible.
La segunda fase también tendrá una duración equivalente —43 días— e implicará iniciar negociaciones para definir sus términos desde el día 16 tras comenzar la primera etapa; se espera lograr acuerdos concretos antes del final quinta semana. Esta fase contempla poner fin permanente a la guerra antes del siguiente intercambio previsto entre prisioneros; Hamás deberá liberar al resto cautivos israelíes civiles y militares a cambio también por un número acordado correspondiente a prisioneros palestinos. Durante esta etapa también debe completarse la retirada total israelí del territorio gazatí.
Por último, la tercera fase contempla un intercambio entre cuerpos: prisioneros israelíes por cuerpos combatientes palestinos junto con un plan integral para reconstruir Gaza durante tres a cinco años bajo supervisión conjunta entre Egipto, Qatar y Naciones Unidas. Los pasos fronterizos se abrirán permitiendo así libre circulación tanto mercancías como personas.
Biden: la diplomacia del teatro de sombras
Las diferencias entre ambas administraciones son abismales. Biden mantuvo durante más de un año lo que sus críticos han calificado como un «teatro chino», dando siempre la impresión constante que las negociaciones avanzaban hacia algún tipo acuerdo cercano e inminente. Su secretario estatal Antony Blinken realizó múltiples visitas sin obtener resultados concretos mientras la administración demócrata ofrecía cobertura política e inteligencia militar necesarias para que Israel continuara sus operaciones bélicas en Gaza.
Esta estrategia tenía motivaciones claras e intencionadas. Los demócratas eran conscientes que su postura respecto a Gaza perjudicaba seriamente sus perspectivas electorales; sin embargo creían más importante permitir que Israel continuara con sus objetivos militares estratégicos. La razón era simple: después del estancamiento sufrido por el acuerdo normalizador con Arabia Saudí, Biden había apostado todo al éxito militar israelí ligando así su futuro político directamente al mismo. El resultado fue una cortina diplomática opaca que costó miles vidas adicionales durante ocho meses sin avances tangibles.
La dura realidad para Biden es que no se trataba tanto del «no puedo», sino más bien del «no quiero». La superpotencia estadounidense siempre tuvo capacidad suficiente para forzar a Israel aceptar los términos del alto al fuego; no obstante careció completamente esa voluntad política necesaria para ejercer dicha presión. Este hecho revela las limitaciones inherentes dentro dela diplomacia tradicional cuando los intereses políticos internos prevalecen sobre imperativos humanitarios urgentes.
Netanyahu: el equilibrio imposible
Para Netanyahu este acuerdo representa un dilema político significativo. Durante todo este último año ha jugado magistralmente las elecciones estadounidenses esperando pacientemente llegar Trump mientras se alineaba junto a ministros ultraderechistas como Itamar Ben-Gvir y Bezalel Smotrich, saboteando cualquier intento real por alcanzar compromisos serios. Como reconoció Ben-Gvir: «Gracias a nuestro poder político hemos conseguido impedir repetidamente llevarse acabo ese acuerdo».
Ahora intenta vender narrativas distintas respecto este nuevo pacto, comparándolo con aquel otro firmado hace varios meses; porque si no resulta así ¿cómo justificar entonces ocho meses adicionales dedicados exclusivamente a la guerra firmando exactamente lo mismo? La incómoda verdad es que los rehenes israelíes han sido considerados prescindibles durante todo este tiempo subordinados completamente intereses políticos propios líderes israelíes. Su liberación nunca fue prioridad real en la conducción conflicto actual.
Este alto al fuego profundiza divisiones internas dentro sociedad israelí, obligando a reflexionar acerca delas consecuencias morales, estratégicas, de la matanza perpetrada hasta ahora contra la población civil gazatí. A nivel internacional, Israel seguirá enfrentándose a las investigaciones en juicios sobre posibles crímenes de guerra y genocidio. Sectores partidarios de reanudar hostilidades, incumpliendo los acuerdos, pueden generar nuevas fracturas en las alianzas tradicionales. Por otra parte, la economía nacional atraviesa una crisis grave, producto de la movilización prolongada, creando incentivos económicos para evitar nuevos combates.
Reconstrucción y futuro político
La devastación sufrida en Gaza tras largos meses de guerra plantea desafíos monumentales. La propuesta contempla la formación de un comité conjunto de paz, compuesto por tecnócratas palestinos independientes, que gobernarían temporalmente la Franja, facilitando la entrada masiva de ayuda humanitaria para su reconstrucción. El modelo busca evitar el retorno de Hamás y permitir un gobierno civil sin imposición ni administración israelí.
No obstante, el carácter insurgente de Hamás complica la ecuación actual. El grupo podría aprovechar esta pausa para reponer fuerzas y reorganizarse, movilizando y ampliando la base social que afronta el enorme reto de la reconstrucción, sin asumir en exclusiva la responsabilidad, dada la naturaleza del movimiento de resistencia, debilitando así la administración civil independiente.
Otro aspecto relevante será la gestión de las elecciones internas, en medio de posibles divisiones de liderazgo dentro de la diáspora gazatí, tras la muerte de gran parte de la cúpula durante el conflicto.
Para Israel, el alto el fuego únicamente profundiza las divisiones internas, obligándole a confrontar las consecuencias morales y estratégicas de las acciones aplicadas hasta ahora contra la población civil gazatí. La sociedad y el ejército muestran signos de desgaste, mientras que, a nivel internacional, continúan las investigaciones judiciales sobre posibles crímenes de guerra. Los intereses de los sectores ultranacionalistas por reanudar la guerra, incumpliendo los acuerdos, pueden generar nuevas brechas con los aliados occidentales. La economía, además, enfrenta una crisis producto de la movilización prolongada.
El reto final trasciende los aspectos técnicos del convenio firmado. Después de años de muerte y destrucción sistemática, el plan de paz podría representar una oportunidad valiosa: primero para lograr el cese de las hostilidades y, después, para sentar las bases de un proceso de negociación política complejo y arduo. Una solución sostenible requiere el reconocimiento del derecho del pueblo palestino a constituirse en un Estado legítimo y soberano, que coexista pacíficamente junto a Israel.
Si las armas cesan definitivamente gracias a esta propuesta, podría abrirse una ventana de oportunidad para que ambas partes busquen una salida política duradera. Para ello, israelíes y palestinos deben reconocerse mutuamente y superar la deshumanización del otro, que ha dominado el discurso de ambos bandos. Los bloques en conflicto se perciben como enemigos existenciales, maximizando el uso de la violencia sin límites éticos bajo narrativas que califican al adversario de “animal subhumano”.
Ambos pueblos están condenados a convivir, lo cual exige cerrar el ciclo de violencia que solo ha traído sufrimiento compartido hasta ahora. El verdadero test para Trump será transformar el alto el fuego temporal logrado en Doha en una paz duradera que restituya la dignidad y los derechos de los palestinos, garantizando al mismo tiempo la seguridad de Israel: objetivos que, hasta ahora, han demostrado ser dramáticamente incompatibles bajo los paradigmas políticos actuales.
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