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Bélgica, el núcleo administrativo de Europa, se encuentra inmersa en una crisis sin parangón. No se trata de un problema de seguridad pública habitual. Lo que acontece en las calles de Bruselas y Amberes evidencia el desmoronamiento de instituciones enteras ante la implacable fuerza del crimen organizado. Una jueza de instrucción en Amberes, escribiendo bajo anonimato desde un refugio protegido por la policía, lo expone de forma descarnada: el país está en camino de convertirse en un narcoestado. Sus colegas comparten esa inquietud, al igual que el fiscal general. Y no es descabellado pensar que pronto los militares podrían patrullar las calles de la capital.
La situación ha escalado con tal rapidez que los analistas internacionales no logran encontrar antecedentes similares. En 2024, la Fiscalía de Bruselas registró 89 tiroteos y otros incidentes con disparos. En lo que va de 2025, ya se contabilizan más de 80 eventos relacionados con el tráfico de drogas, resultando en siete muertos y cerca de 40 heridos. Barrios como Anderlecht, Saint-Gilles, Molenbeek y Saint-Josse han sido convertidos en zonas donde las bandas resuelven sus disputas a balazos, mientras los ciudadanos se ven obligados a encerrarse en sus hogares y los jóvenes son reclutados como mulas para el narcotráfico. Esta violencia no es casual; es un reflejo de una economía ilegal que ha penetrado tan hondo en la sociedad que resulta imposible disociarla del Estado.
El puerto que alimenta a Europa
Todo comienza en Amberes. Este puerto, el segundo más grande del continente tras Róterdam, se ha erigido como la principal puerta de entrada de cocaína a Europa. Con un complejo portuario que abarca canales equivalentes a 20.000 campos de fútbol, se procesan millones de contenedores cada año. Es el escenario ideal para que las drogas se oculten entre la logística legítima. En 2023, las autoridades confiscaron 116 toneladas de cocaína, marcando un récord histórico. Según la Agencia Europea de Drogas (EUDA), alrededor del 40 por ciento de toda la cocaína que llega a Europa transita por los muelles antwerpenos. En 2024, fue la ciudad europea con mayor cantidad de cocaína detectada en sus aguas residuales, solo superada por Tarragona.
Los cargamentos provienen principalmente de América Latina. Bandas balcánicas han logrado infiltrarse entre las tripulaciones de los portacontenedores, según investigaciones publicadas por Bloomberg. Desde Amberes, la droga se redistribuye hacia países como Alemania, Francia, España y los Países Bajos, utilizando diversas vías terrestres, fluviales y aéreas. Lo alarmante es que tanto Bélgica como los Países Bajos se han convertido en núcleos europeos para la distribución de cocaína; no son meros puntos de entrada sino centros neurálgicos que agravan el problema a nivel continental.
El puerto no es solo un lugar donde opera el narcotráfico; es un espacio donde este crimen se ha convertido en la actividad predominante. Las autoridades han detectado casos sistemáticos de corrupción: empleados portuarios, funcionarios aduaneros, policías e incluso trabajadores del sistema judicial han sido cooptados por las mafias. Estas organizaciones recurren a sobornos e intimidaciones para garantizar su colaboración; así opera un sistema paralelo al margen del oficial, con redes dedicadas al blanqueo que afectan al sector inmobiliario y agravan aún más la crisis habitacional del país. El ministro belga de Justicia, Paul Van Tigchelt, ha afirmado que el narcotráfico representa una amenaza directa para la seguridad nacional y ha subrayado que esta problemática no puede ser abordada únicamente a nivel local; necesita una respuesta coordinada entre los Estados miembros de la Unión Europea.
Cuando la violencia se normaliza
Los tiroteos en Bruselas ya no sorprenden a nadie. En noviembre pasado se registraron cuatro tiroteos en apenas tres días, todos vinculados a una guerra entre clanes por el control territorial. Las balas atraviesan fachadas de viviendas, escuelas y comercios sin piedad alguna. A principios del mes pasado, una bala disparada con un kaláschnikov quedó incrustada en una ventana escolar en plena capital; los niños ya reconocen el sonido del disparo como parte normalizada de su día a día.
Marlène Fernández, vecina de 54 años en la comuna de Anderlecht, relata cómo estos jóvenes dedicados al narcotráfico forman parte del paisaje urbano cotidiano: «Ahora es muy pronto para verlos en esta esquina, pero si vais a la otra esquina los encontraréis sin problemas», asegura sin tapujos. Las plazas públicas están cercadas para evitar convertirse en mercadillos ilegales; incluso el Ayuntamiento intentó instaurar un toque de queda a las 21 horas para combatir esta plaga sin éxito alguno. Para Mohamed Ouamara, líder del colectivo vecinal contra la inseguridad conocido como Vigilance Cureghem, está claro: el problema es mucho más profundo que cualquier medida local pueda abordar.
La degradación urbana avanza junto al consumo masivo de sustancias sintéticas como crack y fentanilo que inundan las calles. Menores no acompañados provenientes del Norte de África caen fácilmente bajo el control del crimen organizado. Grupos como la conocida Mocro Maffia, liderada por clanes marroquíes, utilizan incluso a chicos tan jóvenes como trece años para desempeñar funciones como mulas o vigías. Cada año alrededor de un centenar cae atrapado en estas redes criminales que ven en ellos mano obra barata y fácilmente reemplazable. Según cuenta Vincent Scheltiens, profesor especializado en historia política en la Universidad de Amberes y residente en uno de estos barrios donde cada semana ocurren pequeños atentados con cócteles molotov lanzados por chavales que luego escapan velozmente sobre patinetes; esto es solo una pequeña muestra del iceberg que representa un sistema más amplio y complejo: hay desplazamientos constantes entre facciones desde el sur de Francia y los Países Bajos hacia Bélgica, un país pequeño con un gran puerto rodeado por instituciones internacionales cuya eficacia está siendo cuestionada.
Las instituciones bajo asedio
El primer ministro belga, Bart De Wever, quien durante años ocupó el cargo de alcalde en Amberes y ahora actúa como baluarte contra la delincuencia organizada relacionada con las drogas, también ha recibido amenazas personales: una cabeza decapitada dejada frente a su casa o un hacha arrojada contra su ventana son algunas muestras preocupantes del clima actual; sin embargo, su mano dura aún no ha dado resultados visibles.
Lo alarmante del estado actual es que las mafias no solo operan desde las calles: han logrado infiltrarse hasta lo más profundo del sistema judicial belga. La jueza mencionada anteriormente pasó cuatro meses escondida bajo vigilancia policial tras investigar el narcotráfico; además, el antiguo ministro belga encargado del área judicial también recibió amenazas serias, requiriendo protección personal constante mientras ocupaba su cargo. Ahora le toca al nuevo fiscal general del rey, Julien Moinil, enfrentar situaciones similares tras ordenar varias redadas recientes contra estos grupos criminales activos dentro del territorio nacional belga.
Los jueces ya no pueden trabajar con normalidad, ni regresar a casa sin escolta, ni llevar adelante investigaciones sin temor constante a represalias violentas.
Este contexto responde exactamente al concepto académico definido como narcoestado: corrupción severa dentro de altos niveles gubernamentales, amenazando así mismo al Estado democrático; elevados niveles de violencia poniendo en jaque tanto la legitimidad estatal como el monopolio sobre la violencia legalizada; organizaciones ilegales controlando sectores económicos legítimos. Aunque, según Letizia Paoli —profesora criminóloga asociada—, Bélgica todavía no cumple todos los criterios necesarios para catalogarse oficialmente así, la opinión contraria proviene directamente de aquellos magistrados involucrados, quienes creen firmemente que esa evolución ya está sucediendo.
La corrupción avanza, invade instituciones estatales e incrementa los casos documentados de intimidaciones judiciales, mientras crece exponencialmente esa economía informal paralela multimillonaria basada esencialmente en el tráfico ilícito. Asesinatos, torturas, secuestros multiplicándose constantemente… Desde las cárceles se orquestan envíos masivos de drogas. Si falla el poder judicial, esto representa un grave ataque a la democracia misma, pues ya no podrán proteger a los ciudadanos ni protegerse ellos mismos —explica la magistrada afectada—.
La deuda que acelera el colapso
Mientras tanto, todo este narcotráfico sigue desmoronando los cimientos institucionales básicos, y Bélgica enfrenta otra crisis silenciosa pero letal: su deuda pública alcanza ya el 100% del PIB nacional. La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) alertó mediante un informe publicado en septiembre de 2024, advirtiendo de que, si continúan las tendencias actuales, el endeudamiento podría escalar hasta el 200% del PIB hacia el año 2050, poniendo así en serio riesgo la sostenibilidad de las finanzas públicas nacionales.
Por otro lado, la Comisión Europea instó a adoptar medidas urgentes de consolidación fiscal durante los próximos cuatro años, priorizando acciones que contengan el déficit sin perjudicar el crecimiento económico. Pero aquí surge el dilema fundamental: combatir el narcotráfico exige inversiones masivas en seguridad, inteligencia, cooperación internacional y reformas institucionales. Todo ello requiere recursos financieros escasos actualmente. Las fuerzas de seguridad denuncian la falta de fondos suficientes. A pesar de destinarse aproximadamente el 22% de los recursos de investigación de la policía federal belga a delitos relacionados con las drogas, la cocaína sigue inundando la capital belga, convirtiéndose en un círculo vicioso donde más droga implica más violencia, más corrupción, debilitamiento institucional, disminución de capacidad fiscal y, a su vez, menos inversiones en seguridad.
Las respuestas: insuficientes e improvisadas
El gobierno belga anunció recientemente un plan integral para combatir el narcotráfico durante el próximo año, aumentando inversiones en seguridad portuaria, cooperación judicial internacional y endurecimiento de penas aplicables a delitos relacionados. Las comisiones europeas propusieron reforzar los controles en puertos, mejorando los intercambios informativos entre aduanas, cuerpos policiales y agencias judiciales involucradas. Durante su presidencia de turno de la UE el próximo año, Bélgica hizo de la lucha contra el crimen organizado y el narcotráfico una prioridad máxima, presentando la “Alianza Europea de Puertos” para incrementar la seguridad y cooperación mutua.
Sin embargo, todo esto ocurre mientras el escalofriante nivel de violencia continúa creciendo descontroladamente. El ministro del Interior, Bernard Quintin, sugirió que soldados patrullen junto a policías en la capital bruselense, fusionando las actuales seis zonas policiales para mejorar la eficacia operativa. Su colega de Justicia, Annelies Verlinden, declaró esta semana el aumento de medidas de protección en juzgados, además de anonimizar los datos identificativos de funcionarios y magistrados involucrados en procesos legales relevantes. También en el ámbito europeo se están dando pasos: Bruselas debe presentar antes de final de año una nueva Estrategia de la UE contra las drogas y un Plan de Acción con medidas concretas ante la problemática creciente.
Por último, voces disonantes plantean una solución radicalmente diferente: Peter Muyshondt —representante de la organización Anyone’s Child, formada por familiares de víctimas fallecidas debido a adicciones— defiende la regulación del mercado de drogas, argumentando que sería la única vía posible para frenar el tráfico ilegal y controlar los productos comercializados, similar al tabaco: “fumar no es ilegal, pero volverse un consumidor complicado sí”, dice Muyshondt, añadiendo: “nunca comprarás cigarrillos a delincuentes en rincones oscuros de callejones, sino que irás a una tienda, asegurándote de que el producto pasó controles adecuados”.
El problema radica precisamente en la imposibilidad de ganar definitivamente esta guerra, porque resulta extremadamente rentable: arrestar individuos solo es temporal; otros ocupan rápidamente los espacios dejados atrás. Durante los últimos diez años las condiciones se han deteriorado aceleradamente en el mercado ilegal, donde recurrir a sistemas legales de resolución de conflictos resulta imposible; la única vía viable es emplear violencia, fuerza, extorsión e intimidación.
Hacia dónde va Bélgica
Ahora surge la pregunta crucial formulada en el mismo corazón de Bruselas: ¿puede evitar convertirse en un narcoestado genuino o acaso ya lo es? Los expertos divergen. Ten Voeten, antropólogo y fotógrafo neerlandés, sostiene la firme convicción de que Bélgica ni siquiera corre el riesgo de convertirse en tal cosa en los próximos años, pero estas voces constituyen la minoría: la mayoría de expertos —incluyendo jueces, fiscales y la comisionada federal antidrogas— coinciden en que la evolución ya ha comenzado a manifestarse claramente.
Lo innegable es que Bélgica enfrenta una amenaza existencial grave. El asunto no es solamente de orden público, sino una cuestión determinante respecto a la legitimidad de la autoridad institucional del Estado mismo. Las mafias venden sustancias prohibidas, compran policías, jueces, políticos y trabajadores portuarios, controlan territorios urbanos, reclutan menores, blanquean dinero en el sector inmobiliario, amenazan de muerte a magistrados y orquestan tiroteos desde las cárceles.
Isabel, vecina bruselense que ha observado el deterioro de su comunidad durante la última década, resume la sensación general: “no resulta invivible, pero tenemos un problema que afrontar a escala nacional, no exclusivamente local”. Bea, quien ha vivido toda su vida en Amberes, coincide y califica la situación de notablemente peor en los últimos años. Aunque asegura que no tiene intención de mudarse, reconoce: “no criaría a mis hijos aquí”.
La paradoja reside en que Bélgica, siendo el corazón administrativo de Europa —sede de la Unión Europea y del cuartel general de la OTAN—, está viendo cómo sus instituciones son socavadas por redes de criminalidad que operan impunemente. Si cayera Bélgica, significaría la caída de un símbolo de estabilidad institucional europea. En consecuencia, la crisis belga trasciende sus fronteras nacionales, convirtiéndose en una advertencia seria para el resto del continente europeo.
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