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Era el verano de 2020 y el Gobierno de Canarias hervía en correos, órdenes y presiones. El 13 de agosto -según revela esdiario.com- tras insistentes mensajes de Ángel Víctor Torres, el Ejecutivo regional confirmó a Koldo García que pagaría las mascarillas apadrinadas por su socio Víctor Aldama. En medio de un caos sanitario y administrativo, el deseo político de resolver “ya de una vez” imponía su urgencia sobre los procedimientos.
Torres aseguraba confiar en la empresa: “Se habían evaluado todos los modelos”, decía, aunque los técnicos le advertían que ya les habían colado casi un millón de unidades inservibles. Poco importó. Desde su despacho, el presidente ordenó avanzar con el pago de siete millones, pese a las alertas internas sobre el precio y la calidad. Un funcionario resumió la inquietud: “Da miedo valorar un producto solo por la foto”.
El 14 de agosto, Torres informaba a Koldo de su ofensiva: había exigido el expediente, movido resortes y convocado a consejeros y directores. “Estoy encerrado con tu asunto”, confesó entre frustraciones y gritos. Su frustración con los técnicos se transformó en presión: “O lo soluciona o la levanto por el aire”, descargó contra una responsable económica que se negaba a saltarse controles.
Tres días después, Koldo celebraba resultados: cinco millones ya estaban abonados, y los dos millones restantes llegarían pronto. Pero el informe técnico seguía detenido. Las resistencias burocráticas no se rendían: “No pagar de momento, unas mascarillas cumplen y otras no”, advirtieron. Para Koldo, eran excusas. En un audio enviado a Aldama, agradecía “el alma” de Torres por su implicación personal, y le pedía borrar la grabación.
La frase se volvió símbolo: borrar por seguridad. En el fondo, la trama de las mascarillas canarias ya caminaba el mismo sendero que otros contratos del Estado en tiempos de pandemia: amigas promesas, empresas de ocasión y demasiadas urgencias políticas para tan poco control técnico.
El 24 de agosto, el entonces ministro Ábalos informaba a Koldo de que Yolanda Díaz garantizaba la certificación del material. Pero los informes que llegaban no eran alentadores: las mascarillas no superaron la primera prueba. Sin embargo, tres meses después, Torres daba la noticia a su intermediario: “Ya está el informe positivo. Abre el vino”. “Tiene cojones que todo lo hagas tú”, le respondió Koldo admirado.
Torres, al final, pagó 12 millones. La Unidad Central Operativa (UCO) calcula que 837.000 mascarillas fueron inservibles, y que al menos un millón terminó en manos de Aldama, quien llevaba abonando 10.000 euros mensuales a Koldo desde 2019. Entre reproches y comisiones, el caso se convirtió en un espejo del poder bajo presión: cuando la gestión se mezcla con las lealtades personales y los protocolos acaban siendo, como dijo uno de sus protagonistas, una “tontería”.
Hoy, la justicia dirime si aquella “factura excepcional” fue simple precipitación o una cadena de tráfico de influencias, prevaricación y malversación. Lo cierto es que Torres fue, durante aquellas horas de agosto, más gestor que presidente, más actor que observador. Y en pleno incendio sanitario, su golpe preciso terminó abriendo otra herida: la de la confianza pública.
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