Se cree ingenuamente que el automóvil es un medio de transporte, un habitáculo sobre ruedas, más o menos resultón —dependiendo del bolsillo—, para trasladarnos con más o menos elegancia —dependiendo del bolsillo— de un punto de la ciudad a un paraje de ensueño. El punto de la ciudad suele ser el portal de casa, y el paraje de ensueño, por lo general, el supermercado. La distancia recorrida en automóvil a menudo oscila entre los cien y los trescientos metros. Pero ese afán primermundista por evitar cualquier esfuerzo y sembrar una hermosa barriga es carne de otro artículo. Centrémonos en la cosa: el automóvil, muy contrariamente a lo que se piensa, es una herramienta de excelente desahogo personal, y se utiliza, con frecuencia, para expulsar al demonio que llevamos dentro, al monstruo verde que permanece atrapado bajo las costillas, a esa bestia parda malcarada y convulsa de ojitos sanguinolentos y dientecillos afilados.
Como ya se ha demostrado empíricamente que ser feliz es imposible, que la felicidad completa no es más que una fantasía utópica y chabacana, una ensoñación pueril muy similar a los planteamientos de los gobiernos de izquierdas, el cuento para dormir que se narra con voz arrulladora junto a la cama de un niño —como el de la independencia catalana—, no nos queda otro remedio que patalear y arrugar el morro. Y qué privilegio de sociedad avanzada el poder subirse a un vehículo bonito y arrojar seis litros de bilis a diestro y siniestro, una bilis que se incrusta en el salpicadero, que se pega al volante como un adolescente a un sofá, y que después no es uno capaz de eliminar ni valiéndose del agua hirviendo. Qué verdadero privilegio de primer mundo poder asear toda esa tensión acumulada en las tripas y arrojarla lejos de sí a través de la ventanilla.
A mayor exabrupto, mayor liberación. Cuanto mayor el insulto, mayor el equilibrio mental. Nada fomenta mejor la calma interior que dar berridos al conductor de delante. Nada entona más el espíritu que desahogarse salvajemente con ese peatón despistado. Las pamplinas grotescas del crecimiento personal, tan de moda en los tiempos que corren, son una imbecilidad de aúpa, un engañabobos comparadas con la terapia que se desarrolla al volante de un automóvil —y sin compararlas también—. Se le dedican cuatro gritos encendidos al mamarracho que se ha saltado un ceda el paso y es como si el pecho se nos inundara de gloria, es como si nos reventara en los labios una bolsita de deliciosa ambrosía. Se han dado casos de individuos sin carné de conducir que se han subido a un vehículo aparcado solo por desatar la furia envenenada que los estaba asfixiando. Entraron al coche con los músculos del cuello agarrotados por la ojeriza y salieron, minutos después, con un resplandor de pureza en la mirada, limpios de odio y paja.
Y así, parapetados tras el parabrisas, vamos tirando día tras día. Así, jornada tras jornada, rechinando los dientes, atrincherados en la penumbra del Dacia, entre rugido y rugido, vamos atemperando el mal humor, vamos suavizando la rabieta.