OPINIÓN

Israel de la Rosa: «El ansia»

Israel de la Rosa: "El ansia"

Se puede vivir perfectamente con cinco. Es una cifra magnífica, es una cantidad más que suficiente. Cinco es todo lo que una persona sensata podría desear en la vida, es un número que, al alcanzarlo, nos proporciona bienestar y calma. Ahora bien, queremos tener diez. Necesitamos tener diez. Estamos convencidos de que la absoluta felicidad, la felicidad verdadera, solo puede obtenerse teniendo diez. Cinco es una miseria, un número denigrante, una bajeza. La cifra cinco se corresponde exactamente con la expresión «hambre y pulgas». Con cinco uno no llega a fin de mes, no se puede salir ni a la puerta de la calle. Pero diez es otra cosa, poseer diez es la solución a todos los problemas. Es la cumbre del mundo, es la meta a que cualquier persona íntegra podría aspirar. Es la dicha más completa.

No obstante, el horizonte de nuestro alborozo se enturbia de repente. La terrible fatalidad —pues el diablo encuentra un enorme placer en zarandear constantemente el suelo que pisamos— se ha presentado en forma de repugnante tragedia: el vecino tiene quince. Quince es una cifra tan resplandeciente y soberbia que ha convertido nuestros roñosos diez en una insignificante nadería, en poco menos que una birria, en una vergonzosa inmundicia. Bien mirado, diez no son nada. Diez es el equivalente al más enérgico oprobio, a la más fea ignominia, a la más grave humillación. Una persona decente jamás podría enorgullecerse de tener diez, a menos que desee erigirse en el blanco de todas las burlas. Tener diez es provocar indefectiblemente la risa de los demás. Pero tener quince, por el contrario, es lo adecuado, es lo cabal. Tener quince es un justo motivo de satisfacción, es una cifra noble sobre la que construir una meritoria existencia. Una contundente razón para vivir. El sueño de cualquier persona.

En la bancada de enfrente, sin embargo, en los escaños de la oposición, descubrimos con gran inquietud que algunos tienen treinta. Difícilmente conseguiríamos describir el punzante dolor con que nuestro corazón se encoge al sufrir semejante e inesperado revés. Nuestros quince, ahora lo vemos con claridad, no son sino basura. Quince es lodo, mugre maloliente, los despojos podridos de un banquete. La auténtica felicidad del ser humano, admitiendo que exista algo así, solo puede edificarse sobre treinta. Es el guarismo preciso. Treinta es rigurosamente el número al que un individuo que se precie puede pretender en la vida. Todo lo demás, cualquier cantidad por debajo, lo transforma a uno en un pobre pelele, en un ridículo espantajo. No mostremos ningún reparo en sacrificar nuestra dignidad o nuestros frágiles principios por lograr esa cifra. De qué nos sirve nuestra honradez si no tenemos treinta. Qué valor tiene esa estúpida afición por nuestros semejantes si no poseemos treinta. De qué sirven el amor o el cariño o incluso la familia —tan sobrevalorados e irrisorios conceptos— si no disponemos de esa cifra. Vivir sin treinta es deambular por las calles con la mirada extraviada y la boca abierta de un perdedor, de un necio. Es dilapidar el tiempo sin un pretexto, sin una razón. Es el más patético sinsentido.

En ocasiones, una desgracia, una enfermedad, un fortuito contratiempo nos cambia el paso y nos obliga a reflexionar, y nos decimos, horrorizados: qué mundo colorido y espléndido nos rodeaba cuando todavía éramos ajenos e inmunes a esta ansia devoradora. Qué felices éramos cuando apenas teníamos nada.

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