Una historia de Navidad: Borbón Parma y González Viaña

Una historia de Navidad: Borbón Parma y González Viaña

Carlos Hugo de Borbón Parma vivió seis meses en mi casa de Madrid a fines de los 70, cuando España enfrentaba la difícil transición desde una dictadura sin fin hasta una democracia cuyo rostro ya habían olvidado los españoles.

Asegurar que Carlos Hugo vivió en mi casa es una exageración. Tal vez debo decir que habitó mi biblioteca. Allí, literalmente, se alimentó de los estudios de crítica literaria de Menéndez y Pelayo, de las obras completas de Juan Valera, la Vida de Don Quijote y Sancho de Unamuno y las Lecturas españolas de Azorín, los libros que eran mi pasión durante el otoño de 1979.

En las Navidades de ese año sus gustos se habían orientado hacia la lingüística de una manera tan incontinente que comenzó devorando, a manera de entrada, una antigua Lingua e Litteratura spagnuola delle origini de Egidio Gorra, y puso como platos de fondo, Geist und Kultur in der Sprache de Vossler, los diccionarios de etimología románica de Meyer-Lubke y, por fin, las investigaciones de Menéndez Pidal, García de Diego, Américo Castro, Dámaso Alonso, Rafael Lapesa, Gili Gaya y Amado Alonso. Recuerdo que, la víspera de Reyes, dejé a su vista un libro autografiado por mi maestro Eugenio Coseriu. El 6 de enero, por la tarde, y tal vez a manera de postre, la lingüística del sabio rumano ya no tenía secretos para mi huésped.

Aunque siempre lo vi como un insaciable ratón de biblioteca, nunca me atreví a decírselo por respeto a su rango y a su sangre, así como a su probable falta de sentido del humor y al temor de provocar un estado de guerra en mi propia casa.

Como se sabe, el origen del Partido Carlista, y de sus guerras sin fin, se remonta a 1831, cuando el rey Fernando VII, a falta de un descendiente varón, designó a su hija Isabel como heredera. Don Carlos, el hermano del monarca, no aceptó, y sus pretensiones al trono precipitaron una primera guerra civil (1834-39) en la que fue derrotado, y una cadena incontable de pronunciamientos armados durante los siglos XIX y XX en los cuales sus sucesores han seguido demandando la Corona de España.

Oficialmente, la causa de la legitimidad no se había terminado, y en 1979 el aspirante carlista al trono español se llamaba Carlos Hugo de Borbón Parma.

Pero ésta no es una crónica de historia sino un recuerdo enamorado de los tiempos en que viví en Madrid, que fueron los que, oficialmente, se conocen como de transición a la democracia, aunque para mí fueran los de mi descubrimiento personal de España, una aventura que en mi vida comienza pero no termina en un descontrolado y permanente siglo de oro.

El apartamento en que albergué al clandestino Carlos Hugo se halla en el número 84 de la calle Galileo, entre los metros Quevedo y Moncloa, y desde la ventana que daba a las estanterías de mis libros se podía ver el rostro lánguido de Castilla y sus montañas de cuero repujado que parten de allí como un río de sombras y parecen no terminar ni en el fin del mundo.

Allí me senté a veces a redactar una carta o escribir un relato, frente a frente con Carlos Hugo, pero nunca hablamos de política. En realidad, no hablamos de nada.

El aire claro y fresco de la libertad estaba soplando en los viejos predios del Quijote. Para todos, menos para mi huésped Carlos Hugo de Borbón Parma. Tanto fresco le había hecho daño.

Un día de Navidad, lo encontré adormecido, con los ojos entrecerrados, sobre un Atlas lingüístico y etnográfico de Andalucía, de Manuel Alvar, del cual ni siquiera se había servido un bocado, y no lo pensé ni un minuto para llevarlo a un hospital especializado. No soñaba que allí iba a encontrarme con un médico tan obtuso como el que me recibió:

–El nombre… ¡Que le estoy pidiendo el nombre del paciente!… ¿Que se llama Carlos Hugo de Borbón Parma?… No, aquí, nada de política… ¡De eso, nada!
No podía protestar por la discriminación que el doctor hacía. Se trataba, evidentemente, de un intolerante fascista, pero no se lo dije por miedo a que le negara hospitalización a mi huésped.
–¡Que no, hombre!… Que no es discriminación… Lo que pasa es que se te ocurre ponerle el nombre de un personaje político nada menos que a un ratón.
Eso no lo soporté. Su bajeza y sus prejuicios lo habían llegado a confundir dos especies zoológicas que son diferentes.
–Sepa usted que no es un ratón, sino un hamster, y que le he puesto ese nombre como usted puede llamar Trotsky a su gato y como, acaso en el futuro, conoceré a un perro llamado Dickens.

Carlos Hugo estuvo hospitalizado siete días, pero no resistió el tratamiento. Murió de pulmonía. A veces, como hoy en plena Navidad, cuando hablo con amigos españoles, me acuerdo de mi amigo Carlos HUgo, un cierto olvidado héroe a quien mató el frío de la democracia.

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