En las "bajas" esferas, parroquias e iglesias que conozco nadie pregunta al que comulga si practica o es homosexual
(Xabier Pikaza Ibarrondo).- Mientras llega el Sínodo 2 Sobre la Familia (Octubre 2015) sigue en altas esferas la batalla sobre los que deben ser admitidos a la comunión (no excomulgados). En las «bajas» esferas, parroquias e iglesias que conozco (a nos ser en algunas muy «cualificadas») nadie pregunta al que comulga si es homosexual y si «practica», o si está divorciado y tiene una nueva relación. El problema no es ese, el problema es si cree y si quiere creer, si está dispuesto a crear comunidad con otros seguidores de Jesús.
La cuestión se ha planteado porque el Papa Francisco ha dicho que los divorciados no son excomulgados (y que por tanto pueden comulgar), y que lo mismo piensa de los homosexuales. La cuestión, según el Papa, es si los que comulgan se identifican con el proyecto y camino de Jesús, desde la situación en que se encuentran.
En ese contexto quiero empezar evocando un texto clave de la liturgia, la respuesta de los «fieles» al ofrecimiento e invitación del celebrante que dice: «Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo…». Desde el siglo XI en ciertos lugares y desde el XVI en todas las iglesias, los que van a comulgar responden: «Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa, pero di una sola palabra y mi alma quedará sana» (cf. J. Jungmann, El Sacrificio de la Misa, BAC, Madrid 1953, 1060-1066).
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