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En política, los gestos importan tanto como las palabras. Y Pedro Sánchez, obsesionado con convertirse en referente ideológico para ciertos sectores internacionales, ha elegido el peor de los escenarios para alimentar su discurso: la Vuelta Ciclista a España, uno de los símbolos deportivos más respetados de nuestra identidad nacional. Lo sucedido este domingo pasará a la historia, pero no por el triunfo de un ciclista en Madrid, sino por la imagen de un país incapaz de proteger su propia competición estrella.
El ministro de Asuntos Exteriores de Israel, Gideon Saar, fue contundente: acusó directamente a Sánchez de “animar” a los manifestantes radicales que se infiltraron en el recorrido y obligaron a cancelar la etapa final, algo inédito en la historia de la Vuelta. La escena no solo supuso un bochorno deportivo, sino que evidenció la irresponsabilidad de un presidente más preocupado por sus discursos incendiarios que por garantizar la estabilidad y la convivencia.
¿Se puede gobernar un país mientras se jalea a quienes imponen el caos en las calles?
Sánchez parece responder que sí, porque días antes ya había hecho gala de su radicalización verbal con insinuaciones tan peligrosas como lamentar no disponer de una “bomba atómica” para frenar a Israel. Estas declaraciones, lejos de ser lapsus, forman parte de una estrategia: convertir la política internacional en un terreno de polarización ideológica, aunque el precio sea la reputación de España.
Lo que ayer ocurrió en la Vuelta es la consecuencia directa de esas palabras irresponsables. La “turba propalestina”, como la calificó Saar, no actuó en un vacío; se sintió amparada y legitimada por un presidente que juega a agitador disfrazado de estadista. Y el resultado fue la vergüenza nacional: los ciclistas abandonando la carrera, el podio oficial suspendido y un evento de prestigio mutilado por la política.
España ha sido, tradicionalmente, un país orgulloso de su capacidad para organizar con excelencia grandes eventos deportivos. El Mundial de 1982, los Juegos Olímpicos de Barcelona, incluso la propia Vuelta, nos han colocado siempre en la primera línea de respeto internacional. Hoy, gracias a Sánchez, esas páginas gloriosas se manchan con la imagen de pancartas y caos en la meta.
Cuando un líder antepone la ideología a la responsabilidad de gobernar, termina exponiendo a su país al ridículo. Israel podrá haber exagerado su denuncia, pero no ha inventado los hechos: fue Sánchez quien alimentó la protesta y fue España quien canceló, por primera vez en su historia, la última etapa de su gran vuelta ciclista. Eso no es diplomacia, ni política deportiva, ni libertad de expresión. Eso es, como definió Saar, una vergüenza.
El problema ya no es lo que piense Israel de Pedro Sánchez. El problema es lo que millones de españoles ven cada día: un presidente dispuesto a sacrificar el prestigio de la nación para alimentar su propio relato. Y las consecuencias, como ayer, se pagan con bochorno colectivo.
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