La criatura no tendría más de dos años, y sin embargo su ´pito de barítono´ hacía vibrar las lunas del centro comercial donde se hallaba en brazos de su avergonzado padre.
Era una sinfonía de mocos y lágrimas con un estribillo que rezaba: ¡Mío! ¡Mío! ¡Mío! ¡Lo quiero! ¡Papá malo!… y vuelta a comenzar una serenata que tan solo paraba durante unos segundos cada vez que el niño se encanaba.
Me contaron que el drama venía porque el crío se había encaprichado del muñequito que llevaba en la mano otro niño más pequeño que él.
Y sentí una profunda compasión, porque no eran lloros fingidos, no; aquello no era teatro; era desconsuelo y angustia en estado puro.
– Es que es muy pequeño; cuando crezca lo comprenderá- me dijo el compungido padre con una mirada que imploraba mi comprensión y complicidad.
– Sí -dije yo-; ya crecerá…
Entonces pensé en el abismo que había entre ese niño y su padre. Un abismo que en aquellos momentos imposibilitaba que el chiquillo comprendiese que aquello no era el fin del Mundo, y que a lo largo de su vida tendría motivos más que suficientes para llorar de verdad.
Lo curioso del caso es que conforme crecemos y maduramos, al tiempo que aumentan las razones para hundirnos en la autocompasión y la desesperanza, disminuyen en intensidad las manifestaciones histriónicas de nuestro dolor.
Entonces me pregunté que si tal era el abismo de incomprensión existente entre un niño y su padre, cuál no sería el abismo de incomprensión existente entre nuestra lógica y conocimiento, y el saber de Dios.
Si el Más Allá existe [y puedo afirmar que así es], y la muerte no es más que un momento insignificante entre vidas, si somos conscientes de la inmortalidad del alma humana, de la nuestra y de los nuestros, todos los dramas que podamos vivir ahora, por brutales que éstos sean, no serán tan dolorosos si somos capaces de contemplarlos a través de ese cristal llamado Eternidad.