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Las hebras tres del azafrán detesto

Ángel Sáez García 07 Oct 2025 - 14:00 CET
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LAS HEBRAS TRES DEL AZAFRÁN DETESTO

SI RECUERDO LA ANÉCDOTA DE MARRAS

Está claro, cristalino, que la causalidad (no su anagrama, la casualidad, el azar, tan imprevisible como inevitable) hace referencia a la relación que existe entre un efecto y una causa. A veces, la consecuencia de un proceso, el que sea, tiene un origen múltiple, esto es, varias concausas.

Tengo para mí que la razón por la que aún odio a las tres hebras habituales, los estigmas del pistilo, que cabe hallar en cualquier flor de azafrán radica, estriba o descansa en una noche divertida, concatenada o enlazada con la madrugada y la mañana gozosas de otra jornada, repletas de besos sin cuento, que le siguieron, entre un sábado y un domingo de las fiestas del Pilar del año 1987, en el que en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Zaragoza comencé el quinto y último curso de la carrera, Filología Hispánica.

Aquella noche estuve cenando en el piso que compartían mi amigo Javier y su colega y compañero de trabajo José Antonio (ignoro ahora si con más gente, tanto el piso como la cena). Creo que, tras despachar con apetito las viandas y los caldos nocturnos que habíamos preparado de mancomún, conocimos, cuando salimos a tomar copas por alguna de las zonas de bares de la capital aragonesa, que estaban todos a reventar, a un grupo de chicas con las que hicimos buenas migas. En la calle, a la intemperie, no dentro de los locales de ocio en los que entramos a pedir y pagar, porque la música sonaba a tope, y costaba escuchar y entender lo que decíamos, mientras bebíamos lo que cada uno había solicitado, estuve dándole a la mui o sin hueso a gusto con Pilar, que (entonces ya se estilaba coronar lo mismo que se culmina ahora, mentir mucho; así que no me extrañaron su estupor y objeciones a mis palabras sinceras, como tampoco lo hacen ahora, cuando, por ejemplo, asevero que escribo todas las tardes a mano en casa con la inestimable ayuda de un BIC azul y medias cuartillas gualdas, y paso esos escritos al día siguiente en un ordenador de la biblioteca pública “Yanguas y Miranda”, de Tudela, y publico cada jornada uno, dos y hasta tres textos en mi bitácora de Periodista Digital, el blog de Otramotro, desde hace diecinueve primaveras) puso en tela de juicio lo que le confié (cuando me confesó ella que estudiaba Filología, en concreto, el postrero año), en mutua contrapartida, que yo hacía lo propio, o sea, que éramos colegas, aunque no nos conocíamos, seguramente, por ser del otro grupo.

Recuerdo que volvimos al piso de Javier y José Antonio y, acaso allí desayunamos; y, como ella tenía que coger el tranvía para ir a su pueblo a ayudar a su familia a recolectar las flores del preciado azafrán, oro rojo, le propuse (y ella aceptó, de buen grado) acompañarla a casa, a coger la maleta que ya había dejado preparada, y a la antigua estación de El Portillo, en concreto a la vía 7 o 9, que estaban juntas, desde cuyo andén le envié, cuando el tranvía inició la marcha a su destino, con mi mano infinitos ósculos. Cuando decidimos irnos, a fin de que ella no perdiera el tren, aproveché que bajábamos solos en el ascensor para darle el primer morreo. Luego vinieron otros, tan gratificantes como el primero o aún más.

Debí darle las señas de mi piso, porque me mandó una postal. Supongo que las dos verdades que me contó en ella, de manera telegráfica, me dejaron desarbolado, desangelado, aun llamándome Ángel. Reconozco que lo pasé mal, muy mal, porque uno, que no aprende ni a la de dos ni a la de tres, ni tampoco a la de diez, tiende a hacerse ilusiones, a pesar de que cada vez que lo he hecho, de que me he comportado como un iluso, luego lo he pagado con creces.

A Pilar la perdoné (en clase, la saludaba, pero no me paraba a hacer con ella, lo que tanto había disfrutado llevando a cabo en la calle, hablar, como durante aquellas horas de dos días de los Pilares de 1987, por ocultarme las verdades que me reveló escuetamente en la postal de marras), pero no al azafrán, cuya recolección fue la causa que me apartó o separó de ella, con quien había sido tan feliz durante diez horas, menos de un día.

   Nota bene

Es evidente que la felicidad es una emoción o estado de ánimo que suele cursar con satisfacción y/o fluir con euforia. Así las cosas, está bien haber sido feliz a fin de recordar las razones por la que uno lo fue y los motivos por los que, tal vez, dejó de serlo. Me consuela recordar esta perla y/o píldora intelectual de Baltasar Gracián que dice así: “Esta es la ordinaria carcoma de las cosas. La mayor satisfacción pierde por cotidiana y los hartazgos de ella enfadan la estimación, empalagan el aprecio”.

   Ángel Sáez García

   angelsaez.otramotro@gmail.com

Ángel Sáez García

Ángel Sáez García (Tudela, 30 de marzo de 1962), comenzó a estudiar Medicina, pero terminó licenciándose en Filosofía y Letras (Filología Hispánica), por la Universidad de Zaragoza. Casado (con la literatura —en traducción libre, literaria, “si la literatura no lo es todo, no vale la pena perder una hora con ella”, Jean-Paul Sartre dixit—, solo con […]

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