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El sol apenas asomaba entre los techos de zinc y los cables enredados de las favelas de Penha y Alemão cuando el estruendo de los helicópteros rompió el silencio.
Eran las seis de la mañana y Río de Janeiro despertaba otra vez bajo fuego. Una marejada de uniformes, más de 2.500 agentes, irrumpió en los laberintos de las favelas para cazar a los hombres del Comando Vermelho, el imperio criminal que durante años ha tejido su ley entre las colinas cariocas.
A las pocas horas, la ciudad contaba sus muertos: sesenta cuerpos tendidos, polvo y silencio. Cincuenta y seis civiles, cuatro policías. La operación que el gobernador Cláudio Castro describió como “la mayor contra el Comando Vermelho” ya había entrado en la historia como la más letal en los anales de Río.
Desde los callejones, los hombres del Comando Vermello resistieron con una ferocidad inédita. Levantaron barricadas, tendieron trampas, lanzaron fuego desde las azoteas. Incluso, según Castro, usaron drones artillados para atacar a las fuerzas de seguridad, como si la guerra hubiese evolucionado hasta el aire mismo.
Entre los escombros, la Policía Civil contaba su botín: medio centenar de armas de fuego, cuarenta y dos fusiles de asalto listos para otra batalla que, por ahora, quedó suspendida en la niebla del amanecer.
El operativo sigue, advierten las autoridades. Y en las favelas, el eco de los disparos aún resuena, recordando que la paz en Río es apenas una tregua rota una y otra vez por la violencia.
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