Los ricos no celebran la Navidad. Se van de crucero al caribe a tomar el sol y trasegar caipirinhas
Sr. Director:
El principal motivo de la presente es felicitarle a usted y a todo el equipo de redacción y numerosísimos lectores del principal diario en la Red, Periodista Digital, en estas vísperas de las festividades navideñas.
Es decir, esta carta, si bien escrita con y desde el corazón, constituye la expresión de un topicazo que por estas fechas, se convierte en muletilla.
En el mercado, después de abonar la exigua compra musitamos «Feliz Navidad» al atribulado comerciante que ve como con la crisis, apenas si vende langostinos. Luego no es feliz.
A nuestras amistades les enviamos ciber tarjetas y escribimos con gruesos caracteres «Feliz Navidad», pero muchos de ellos no han pagado los últimos plazos de la hipoteca – la crisis, ¡vaya por Dios! – y pese a las lucecitas que han colgado de un árbol, sintético y patético, la angustia de la sombra del embargo se cierne sobre su Nochebuena y evidentemente, no son felices.
Al bajar del taxi, nos despedimos con un atropellado «Feliz Navidad», pero el taxista no contesta, abatido por el agotamiento de la crisis que le ha mantenido esa jornada ocho horas al volante, en mitad de un inexplicable caos circulatorio, como si las grandes ciudades españolas estuvieran llenas de refugiados desesperados que tratan de subir al último helicóptero que salió de Saigón; ocho horas al volante y muy pocas carreras en su haber. Así que, no, tampoco es feliz.
Pero nos aferramos a nuestro mecánico parabién como si fuera un mantra que creernos para nosotros mismos. Que a fuer de repetirlo se hiciera realidad.
Pero por mas que lo intentamos, no conseguimos convencernos.
Compramos todos los números de la lotería aún sabiendo como canta el tango que «la suerte que es grela, fallando y fallando nos manda parar», para que acabe por tocarnos el resignado premio de consolación de la salud, ¡que no es poco, caramba!, pero que no nos hará olvidar que hemos agotado el subsidio de desempleo y Navidad, ¡ a quién se le ocurre!, es fin de mes.
Y es que en esta sociedad gobernada por «princesas del pueblo» que vociferan en la televisión y malandrines que hacen de la política un medro personal que dan la espalda al que con su voto les consiguió el empleo, auténtica sinecura de mucha cháchara y poco curro, además de prohibir soñar, prohibir reír, prohibir vivir sin crisis que sirva de coartada, nos prohíben ser felices incluso en Navidad.
Una Navidad que se vende en los grandes almacenes a precios exorbitantes y a la que, por lo tanto, muchos no tienen acceso.
Y es que hemos convertido la Navidad en un engendro de dispendio, un incordio que hay que sobrellevar con estoicismo y una paradoja absurda en la que las figuras, sencillas o suntuosas, de los Nacimientos, las venden los chinos; políticos con cinismo insultante nos proponen sustituir el pavo por conejo – la crisis, ¡ que sí puñeta! – y los Reyes Magos, la última ilusión acariciada, han perdido la estrella y el rumbo, ganados por la mano por ese mofletudo gordinflón llamado Papá Noel que asalta los hogares trepando las fachadas en su versión de plástico, cargado con un saco donde, perpetrado el allanamiento a nuestros domicilios, no se sabe si nos trae un obsequio o se lleva el botín.
Los ricos no celebran la Navidad. Se van de crucero al caribe a tomar el sol y trasegar caipirinhas.
Los pobres no comen ni siquiera conejo y la clase media, medular de este país, nos quedamos en casa y el 24 de Diciembre, a medianoche, contemplamos con una sonrisa íntima y fugaz al Niño que nació siendo Dios, Dios próximo, paternal y doméstico, vergonzantemente murmuramos para nuestros adentros Feliz Navidad y la crisis se esfuma por segundos, mientras, como dijo el poeta, recuperamos en un ramalazo de luminosa memoria «esos días azules y aquel sol de la infancia».
Y todo adquiere otro verdadero sentido y vuelve a nosotros el trascendente y salvífico don de la Esperanza, auténtico regalo de la Navidad.

