No sé si llamarlo proverbio, refrán o sentencia; el caso es que la frase, bien asentada entre nosotros desde hace siglos, afirma nada menos que esto: “divide y vencerás”
Observémosla más de cerca, a ver hasta dónde nos lleva.
“Vencerás”, obligatoriamente, nos conduce al concepto de lucha; sin previa contienda, es imposible cualquier victoria; pero también nos encamina hacia otra certeza: si hay un vencedor, con toda seguridad, ha de haber por alguna parte algún derrotado.
Tenemos en nuestra riquísima cultura, otro dicho no menos contundente: “la unión hace la fuerza”, primo hermano del anterior, pues viene a decir lo mismo, pero de otro modo: si alguien te ataca, no consientas que divida tus fuerzas o estarás perdido.
Tras este preámbulo, fijemos nuestra atención en España a ver si sacamos algo en claro.
Al comienzo de la llamada Transición, la clase política que se hizo con la batuta, era una mezcla de antiguos franquistas convencidos de que muerto el invicto Caudillo aquello tenía que cambiar y otros que, venidos de diversos antifranquismos, o de la nada más absoluta, tradúzcase por la ambición no menos absoluta, también deseaban un nuevo Régimen para España que nos llevara a estructuras políticas y sociales próximas a las entonces vigentes en Europa Occidental.
Pronto se hizo patente para quien fuera capaz de verlo, que, por muchas o pocas diferencias que tuvieran entre sí aquellos personajes, había algo mucho más fuerte que los unía: eran, tomados en su conjunto, un bando dispuesto a hacerse con todos los Poderes que reunió Franco en su Excelentísima persona.
Ya decidirían, en cada momento, cómo iban a repartírselo; eso era lo menos importante. Lo prioritario era hacerse con los mandos del país.
Si se forma un bando, no lo duden: seguro que hay otro al que van a intentar machacar a modo.
En nuestro caso, el candidato a la derrota fue el resto de la población. Salvo un porcentaje mínimo, la gente continuaba a lo suyo. A casi nadie se le pasaba por la cabeza que, para seguir respirando, fuera preciso tener alguna ideología; en realidad, muy pocos en la España de entonces sabían muy bien en qué pudiera consistir esa novedad que les querían vender, generalmente de manera bastante torpe.
Establecidos claramente los dos bandos, la recién constituida clase política, atacó. Con la perversa intención de dividir a la ciudadanía; ese fue el primer paso, pues lo que realmente buscaba era someterla.
Lo primero de todo era, repito, dividir a la población; y se pusieron a ello con todas sus fuerzas.
A menos de dos años de la muerte de Franco, la inmensa mayoría de los españoles seguía sin tener idea de dónde estaban situados políticamente; pero, como por arte de magia, a unos los convencieron de que eran de derecha de toda la vida, a otros de centro, a otros de izquierda…
La convivencia se hizo más difícil a partir del momento en que la mayoría menos culta empezó a tomárselo en serio. Y como los incultos suelen ser los más violentos…
De momento, las diferencias no llevaban la sangre al río; se celebraron Elecciones, el Parlamento resultante elaboró una Constitución…
Felipe González y Alfonso Guerra no tardaron en enseñarnos las garras: lograron dividirnos en “nosotros” (socialistas y cómplices, siempre en posesión de la verdad) y el resto, “la deresha”, a la que adjudicaron el carácter de enemigo feroz de las libertades, del bienestar, de la convivencia…
Con la constante amenaza “todo antes de que llegue la derecha”, consiguieron permanecer en el Poder nada menos que catorce años. Perpetrando delitos sin cuento ante la indiferencia, cuando no el apoyo, de una enorme masa de manipulados a tiempo completo.
Llegó Aznar al Gobierno y ninguna de las apocalípticas amenazas del dúo González-Guerra hizo acto de presencia.
Lo lógico hubiera sido que la gente abriera los ojos hasta darse cuenta de que la habían estado engañando; de que la llegada de la derecha al Poder no significó el retroceso de España a la Edad de Piedra.
Pero no sucedió así: a esas alturas eran ya demasiados los abducidos. En frase feliz de Fernando Savater “de siempre entendimos por fe el creer en lo que no vemos; ahora, han conseguido darle la vuelta: la fe se ha convertido en no creer en lo que se tiene delante de las narices”
Es difícil explicarlo mejor.
A Aznar le sucedió Rodríguez Zapatero, tan corto de inteligencia como falto de escrúpulos; éste se dedicó, lo que se dice a lo bestia, a dividirnos más todavía. Con su Ley de Memoria Histórica y barbaridades similares, dio un paso más: no se conformó con la ya establecida frontera entre buenos y malos; su objetivo fue mucho más lejos: conseguir que nos enfrentáramos unos a otros, cuánto más violentamente, mejor. Su ideal fue resucitar la Guerra Civil. Y no en sentido figurado, precisamente.
Llegó la etapa Rajoy, si es que a eso se le puede llamar algo; y después de aquella nada casi absoluta, caímos en las garras del actual Presidente, Pedro Sánchez, que ha hecho de la división todo un arte. Como, desgraciadamente, éste no es ningún imbécil como Zapatero, el daño que está haciendo es mucho mayor.
Me veo obligado, por razones de espacio, a parar aquí; pero no por mucho tiempo.
Mañana, pues, será otro día.
Continuará.