NOS TOMAN POR IMBÉCILES

“Prohibe, que algo queda”

Luis XIII…y medio

“Prohibe, que algo queda”

Contra el vicio de pedir/y la virtud del no dar/lo mejor es legislar:/prohibir y prohibir.

Es de suponer que para que exista una prohibición debe haber, en paralelo, alguien con suficiente Poder como para imponer qué actos permite y cuáles, no, y del otro lado, los sujetos de esa prohibición, quienes, si no les pone delante algún obstáculo, harán lo que el poderoso no desea que hagan.

Hasta aquí, todo parece claro.

Lo lógico, y así ha venido sucediendo a lo largo de muchos siglos, era que se prohibieran acciones tenidas por la gente como injustas y no deseables; por lo general todas las culturas han castigado tanto el robo, como el crimen.

Ya puestos a legislar, los que tienen la sartén por el mango casi siempre han aprovechado la ocasión para protegerse a sí mismos; ahora ya no estaban defendiendo a la sociedad de asesinos o ladrones.

En la época moderna no hay que ir muy lejos para encontrar magníficos ejemplos: en la Alemania nazi, contar un chiste sobre Hitler podía acarrear pena de muerte; más aún: con la guerra más que perdida, el propalar comentarios derrotistas, también conducía a la horca o al fusilamiento.

Sin llegar tan lejos, no han sido raras Leyes que castigaran cualquier queja contra el Rey, el Conde o el Obispo.

Durante muchos siglos, una simple duda sobre cualquier aspecto, doctrinal o práctico, de la Iglesia católica, podía llevar a la hoguera al que así procediera.

Es claro que, si se prohíbe algo, ha de ser porque se tiene la seguridad de que habrá muchos tentados de caer en ese algo y, por lo tanto, bueno será disuadirlos con amenazas de severos castigos.

No por eso han desaparecido los robos ni los asesinatos; pero seguro que también se ha evitado que muchas tentaciones pasaran de las musas al teatro.

Durante el franquismo la censura estaba por todas partes. En lo cinematográfico, las tijeras eran implacables. Tanto como abundantes las protestas, sobre todo de los jóvenes, deseosos de vivir en un país normal.

Gabriel Arias Salgado, Ministro de Información y Turismo, fue exageradamente sensible a la hora de perseguir el goce visual. Tras ufanarse del bien espiritual que suponía el librar a la sociedad de tanta y tanta tentación, alguien le preguntó, con toda la sorna del mundo, si no iba más lejos en su celo: hasta llevar minuciosamente la cuenta de las almas que, anualmente, salvaba del infierno.

Según me contaron, el Señor Ministro encajó la pulla con admirable humor. Ignoro si la anécdota es cierta; pero merecería serlo.

En los últimos años del Régimen, en muchas películas españolas, las escenas fronterizas con el erotismo, eran rodadas en dos versiones: una, privada de todo centímetro de piel femenina que excitara los ánimos del personal y una segunda, para su exhibición en el extranjero, con diferencia, mucho más atrevida.

Pues bien, sucedió que una distribuidora confundió los rollos y, me parece que fue en Galicia, se proyectó la versión audaz.

Que no lo era tanto: una escena con dos chicas desnudas en una bañera y poco más.

En los días transcurridos hasta que la Autoridad competente advirtió el cambiazo y secuestró la película, no sólo corrió la voz como la pólvora; llegaron a organizarse viajes en bien nutridos autocares  para disfrutar la equivocación.

Por la misma época, los cines franceses situados en poblaciones próximas a la frontera, hicieron su Agosto.

Hasta que Franco murió  y, con él, se fue también al otro barrio la censura cinematográfica.

Hubo unos años de verdadera fiebre erótica en nuestro cine, la época llamada “del destape”. Hoy, todo ha vuelto a una normalidad en la que el cine no suele sobrepasar los límites tenidos por propios de las buenas costumbres.

En el año 1985  abrió en Madrid el primer cine porno. El negocio era tan rentable que pronto se sumaron más a la fiesta. No he conseguido dar con la cifra exacta, pero sí, aproximada: al parecer, en el mejor momento del género, llegó a haber en Madrid cerca de dieciséis salas dedicadas en exclusiva al cine pornográfico.

Hoy, han cerrado todas. Por falta de clientes, como es lógico.

Ni Franco ni las serviles autoridades de entonces, cayeron en la cuenta de que el mejor método para acabar con la pornografía ¡es autorizarla!

Resumiendo: en muchos casos, el perseguir algo produce una especie de rebote que induce a muchos, a muchos que tal vez ni siquiera habían reparado en la existencia del fruto prohibido, a sentir repentinamente ansia de probarlo.

Llegamos al momento actual; quiero decir a la España de ahora mismo. Casi nada de lo dicho tiene hoy el menor valor.

Desde que Sánchez se hizo con el Poder, no busquen lógica en sus prohibiciones…y, a veces mucho peor, en todo lo que está autorizando.

No hay por dónde cogerlo; está prohibido asaltar viviendas ajenas: pues ni caso. Está prohibido marginar el español, idioma oficial en todo nuestro territorio: pues ni caso. Está prohibido robar: pues, según y cómo (ya me entienden) Lo mismo para el terrorismo, la sedición, la malversación…dependerá del lugar de España en el que se perpetren esas fechorías. Y de quiénes las cometan, claro.

Los derechos de libre expresión y opinión, la presunción de inocencia, la igualdad entre los sexos… también según y cómo.

Lo que sigue, me cuesta mucho creerlo y, por lo tanto, lo creeré sólo cuándo lo vea.

Según no pocos Medios de Comunicación, el Presidente Sánchez ha dado a entender que va a promulgar una Ley que, en nombre de la democracia, perseguirá a personas y Empresas que divulguen verdades molestas.

Muy gordo me parece.

Sería toda una exhibición de pornografía política.

Ahora viene el dilema: en el caso de que se promulgara tan totalitaria Ley, ¿cómo reaccionarían los españoles?

¿Al igual que cuando la Ley Seca cinematográfica, buscando todos lo resquicios para burlarla?

Mucho me temo que, al revés que en aquella época, las quejas fueran a ser tan escasas como proferidas en voz muy baja, no vaya a ser que las escuchara alguien.

Lo peor sería que, como en el caso del cine porno, termináramos acostumbrándonos a él y no le hiciéramos ni caso.

Y es que, de vez en cuando, es preciso excitarse un poco. Resulta sanísimo.

 

Luis XIII…y medio

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