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Un viaje al corazón de la cocina de cuchara, donde el puchero de barro y los guisos con solera escriben, desde 1970, la crónica gastronómica de un Madrid castizo.
El otoño en Madrid tiene un sabor inconfundible. Es el sabor de las primeras brasas, de la luz dorada cayendo sobre la meseta y, sobre todo, del aroma profundo y reconfortante de un buen guiso. Es en esta estación cuando, casi por instinto, uno empieza a pensar en platos de cuchara. Sin embargo, en La Nueva Cañada, ese antojo no espera al calendario. Aquí, el cocido madrileño es una constante, un emblema que se sirve los 365 días del año como un acto de fidelidad a la tradición más auténtica. Visitar este restaurante en Boadilla del Monte es, más que una comida, sumergirse en un relato de medio siglo donde la paciencia, el producto excelente y el amor por lo bien hecho son los únicos ingredientes secretos.
Hablar de La Nueva Cañada es hablar de la familia Verdasco. La historia comenzó en 1970, cuando Agustín Verdasco decidió abrir las puertas de un local que pronto se convertiría en un clásico del noroeste de Madrid. No era solo un restaurante; era la extensión de una casa, donde la hospitalidad y la cocina honesta se daban la mano. Con el tiempo y el traslado al centro de Boadilla del Monte, en la calle Isabel II, el espíritu se mantuvo intacto. Hoy, aunque el nombre tenga un «Nueva», el alma sigue siendo la de siempre: la de un referente gastronómico que ha alimentado a generaciones de madrileños, desde vecinos del pueblo hasta conocidos directivos de la cercana ciudad financiera, incondicionales de su cocido.
El ritual del cocido: un puchero de barro, dos vuelcos y garbanzos de Fuentesaúco
Si hay una ceremonia en La Nueva Cañada, es la del cocido. No es una exageración. El proceso comienza con una selección casi obsesiva del ingrediente rey: el garbanzo. Cada temporada, realizan una cata para elegir el mejor, y desde hace años su apuesta son los garbanzos de Fuentesaúco, de Zamora. Estos garbanzos son legendarios por su textura mantequillosa y su piel fina, que les permite mantenerse íntegros durante la larga cocción y después deshacerse en la boca con una suavidad incomparable. Es la primera piedra de un edificio de sabor.
La elaboración es el ejercicio de paciencia que exige la tradición. El cocido se prepara a fuego lento, pero no en cualquier recipiente. Aquí se hace en pucheros de barro individuales, que en algunos casos se cocinan sobre las brasas de carbón de encina, tal y como marcaba la costumbre más antigua. Dentro, un caldo claro y sabroso va confiriendo su esencia al morcillo de ternera, la gallina (que aporta más sabor que el pollo), el tocino, el chorizo y el codillo de jamón. No hay prisa. Solo el tiempo justo de reposo para que todos los sabores se fundan en armonía.
Luego llega el momento de la verdad, servido en los famosos dos vuelcos. Primero, se presenta la sopa. Ligera, reconfortante, el caldo colado y desengrasado con esmero, a veces con unos finos fideos cabellín. Es el preludio perfecto. Después, llega el propio puchero con la fortuna de garbanzos, las carnes tiernas y las verduras. Es una experiencia a la vez sencilla y sublime, que gana protagonismo con el frío pero que aquí se defiende con orgullo en pleno agosto. «El buen cocido —el de verdad— no entiende de calendario», podría ser el lema de la casa.
Más allá del puchero: una carta que es un mapa de la tradición española
Aferrarse a una especialidad tan icónica podría tentar a descuidar el resto, pero en La Nueva Cañada la carta es un festín de la cocina clásica. Es un viaje por los guisos que han alimentado España, todos tratados con el mismo respeto por los tiempos lentos.
Junto al cocido, brillan otros pilares de la gastronomía de cuchara. La fabada asturiana, con sus judías cremosas y su compango generoso; el contundente y sabroso rabo de toro estofado; o el clásico cochinillo asado, con su piel crujiente y su carne jugosa. Son platos que no buscan sorprender con fuegos de artificio, sino conmemorar con honestidad lo que siempre ha funcionado.
Pero el restaurante tiene dos almas, y ambas se disfrutan. En la planta baja, un ambiente más distendido invita al tapeo. La barra es un espectáculo de olores y colores: la imprescindible morcilla de arroz de Aranda, los chipirones a la romana, unas patatas bravas de las de siempre o unas deliciosas empanadillas de ropa vieja. Son el complemento ideal para una caña o una copa de vino de su amplia bodega, donde conviven desde un joven Martínez Lacuesta hasta un exquisito Vega Sicilia Valbuena.
Para quienes busquen una experiencia más completa, la carta ofrece desde entrantes como las croquetas de jamón o las anchoas del Cantábrico, hasta segundos contundentes como un chuletón de vaca vieja o un monumental cachopo asturiano. Y es que, como bien señaló Time Out, aquí son «príncipes del cocido» pero también resumen a la perfección toda la gastronomía española reconocida.
El broche de oro: la repostería de la abuela
Ninguna comida aquí debe terminar sin rendirse a la tentación de sus postres caseros. Son la culminación de esa esencia familiar que todo lo impregna. El rey indiscutible es el buñuelo relleno de manzana con nata casera. Se ha convertido en una tradición por derecho propio, un imprescindible que muchos clientes piden incluso antes de sentarse. La masa esponjosa, el relleno de manzana caliente y la frescura de la nata crean un contraste perfecto.
La oferta dulce, sin embargo, da para más de una visita. Está la tarta de queso casera, cremosa y equilibrada, sin excesos de azúcar; el clásico arroz con leche; o la irresistible filloa rellena de nata y chocolate, un guiño a la tradición gallega que conquista a los más golosos. Es el tipo de postre que cierra una comida redonda, con la sensación de haber estado, efectivamente, en casa.
Un espacio con dos pisos y una sola esencia: la familiar
El propio local cuenta la filosofía del restaurante. La Nueva Cañada se distribuye en dos plantas, cada una con su personalidad. Abajo, la zona de la barra y algunas mesas es el territorio del tapeo rápido, del vermú y la charla animada. En los días templados de otoño, la terraza a pie de calle se convierte en un privilegiado balón de oxígeno.
Subir al salón principal es cambiar de ritmo. Es un espacio amplio, con grandes ventanales, pensado para las comidas largas, las sobremesas interminables entre familia y amigos. Aquí es donde el cocido despliega todo su ritual. El ambiente es cálido, acogedor, sin pretensiones más allá de hacerte sentir bienvenido. Con una capacidad para alrededor de 90 comensales, es un lugar que se llena de vida y de historias compartidas.
La Nueva Cañada abre todos los días al mediodía (de 13:00 a 18:00 horas) y de martes a sábado también por la noche (de 20:00 a 01:00). Ofrece servicio de take away para disfrutar de sus clásicos en casa, y el precio medio de una comida ronda los 40 euros. Un detalle a tener en cuenta es su menú de verano, que por 29,50€ por persona propone un recorrido con producto de temporada, demostrando que su cocina, aunque anclada en la tradición, también sabe adaptarse.
En definitiva, más de medio siglo después de su fundación, La Nueva Cañada no es solo un restaurante. Es un custodio. Custodia el sabor de un Madrid castizo, el valor de las cosas hechas con tiempo y el calor de un trato familiar. En un mundo gastronómico a menudo volátil y efímero, este rincón de Boadilla del Monte se mantiene firme en su verdad: que la autenticidad, plato a plato, es el condimento más valioso. Y ese, sin duda, es un gusto que nunca pasa de moda.
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