Los modernísimos tiempos a vivir en las égidas de la revolución en desarrollos tecnológicos, están repitiendo los viejísimos errores de los primeros filósofos presocráticos del siglo IV y V antes de Cristo: escepticismo, sofismo, relativismo y dudas obstructoras de esa luz intelectual, clarividencia indispensable en toda razón humana para conocer con seguridad meridiana la dirección a seguir en orden a nuestra fe de roca, a cuya moral hemos de atenernos y gozar con los frutos del espíritu en nuestra andadura de peregrinos hacia la casa del Padre.
Cuando ignoramos o despreciamos esa luz, camino y verdad que es Cristo Nuestro Señor, revelación del cielo y respuesta a toda duda que la lógica nos plantea, no nos queda más en la alforja que la duda ante las inseguridades de las vicisitudes y hasta contra la evidencia, el pesimismo ante el presente y el futuro, sumergidos en las consecuencias e ineludibles discusiones, codeándonos en ese tufo nebuloso conducente al desamparo moral de la ley del más fuerte.
Mal se puede amar a la Patria, al prójimo y a la justicia, si antes no se ama a Dios sobre todas las cosas.
Es deprimente y lastimoso oír a los políticos haciendo alarde y apologías de una libertad sin Dios, liberalismo ciego y elogios de permisivismos contra la ley divino-positiva del Decálogo.
Dan náuseas su ignorancia religiosa y su vaciedad mental atentatoria contra la justicia social pública y privada, cuando hacen ascos del glorioso Movimiento Nacional , la Santa Cruzada, la del 36, calificada por Pio XII de “undécima Cruzada”, la única en que España rompió los dientes al comunismo ateo, destructor del hombre, con todos sus atributos de libertad y misión trascendente en este mundo y su destino glorioso a una eternidad de bienaventuranzas compartida con la gloria de la divinidad.
En contra de la apología de la duda y el escepticismo, los siglos cristianos hacen la defensa de la fe sobrenatural y de la verdadera esperanza, fundada en esa fe y no en el triste consuelo de la casualidad atea. Y esos siglos, no lo hicieron con meras palabras de orador sofístico de cumplido, sino con sus prácticas de la vida individual, familiar y social.
- La duda intelectual, demuestra una situación ínfima del espíritu y de la voluntad de amar a la verdad.
- La duda no es ni afirmación ni negación, porque carece de alma y de sustancia y por eso, es estéril; no llega a existencia por debilidad de reconocer afirmaciones contundentes y comprometedoras.
- La duda y el escepticismo, desdibujan hasta la realidad más evidente y se presta a un manejismo vergonzante, propio de rebaño amorfo y sin brújula que le lleve a puerto seguro.
- La duda no puede producir nada viable y fabrica una vida inconsistente de instituciones efímeras. Edifica sobre arenas movedizas porque su raquítica filosofía de la duda, carece de principios y por supuesto…, de fines.
Escepticismo y pesimismo, incluso el anarquismo nihilista, son fórmulas prácticas de los dos; gritos dolorosos y desesperados que se lanzan a la mayor de las negaciones, a la destrucción de lo universal, atacando el sapientísimo orden divino.
Hay hasta sabios en lo humano (tecnologías y cientificismos), que caen en esa enfermedad de la desorientación religiosa, prueba de que esto no proviene de la miseria material, sino de la miseria espiritual, porque una sociedad ilustrada sin fe, busca principios solo de naturaleza nacional, pero si no los encuentra en Dios, esas instituciones no tienen consistencia, ni aguantan y por eso San Pablo decía a los corintios: “estad firmes por la fe”.
“Bienaventurados los que temen al Señor y siguen sus caminos” (Salmo 127). “Te doy gracias, Padre, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a las gentes sencillas” (Mat. II).
Es la sabiduría de los humildes la que salva al mundo en la Verdad revelada de lo eterno.
En la fe católica disfrutamos de la alegría de la luz, del consuelo de la vida bajo la sabia Providencia del Dios amante y protector de sus fieles.
Los amantes de la duda, solo encuentran la amargura del sin sentido, el vacío interior.
“Somos hijos del día y no de la noche (1ª. Tesal, 5)