Esto es lo que hay

Miguel Ángel Violán

Cosas que aprendí en Harvard

Reproduzco mi artículo «Harvard: esplendor y crepúsculo en el campus» publicado en 2009 en la revista WALK IN de la Universitat Oberta de Catalunya (UOC).

Un lunes cualquiera
Llego al Logan International Airport de Boston. Iberia tiene vuelo directo desde Madrid desde hace tres años. A la vuelta llena sus bodegas de langosta congelada. Rica y barata.

La terminal es moderna y acogedora. Un bus, un metro y dos transbordos después emerjo en la estación Harvard Square, donde principia el campus harvardiano en el municipio de Cambridge, tradicionalmente izquierdista y modernamente desgajado de Boston. Aloja la mítica Universidad de Harvard y –a dos paradas de metro en la línea roja- el no menos mítico MIT (Massachusetts Institute of Technology), el distrito mundial con mayor concentración de neuronas y velocidad de sinapsis.

Mi alojamiento: a quince minutos a pie del campus, en Somerville: sucio, atrotinado y caro. Es lo que toca.

El entorno de Harvard Square está impregnado del ladrillo color crimson, santo y seña de la Universidad, fundada en 1636. Lema: “Veritas” (en latín, la verdad). Con 1.200 profesores para 20.000 alumnos. Las facultades y museos yacen desparramados por la zona, cada centro con su personalidad propia, su historia, su orgullo académico.

En el llamado Harvard Yard, concentración de residencias y colegios mayores, turistas deambulantes, orgullosos papás y mamás y agentes de la policía universitaria.

En el centro del centro, el impresionante edificio Widener Library, la biblioteca central de Harvard: compacta como un búnker y cuadrada como la mente de un ajedrecista. Un impresionante servicio logístico interno provee de 16 millones de libros físicos a los usuarios. Una sala contiene todas las revistas de prestigio del mundo. ¿Todas? Todas no. Falta WalkIn.

La madera noble da calidez a las salas y las mesas. Se prohibe el móvil pero extrañamente no el consumo de bebidas o condumio sobre las mesas. Proliferan los portátiles. Butacas ergonómicas permiten siestecillas entre lectura y lectura. Un scanner con tarjeta prepago permite pedefear lo indecible.

Nadie molesta a nadie. Pasen y lean.

Un martes cualquiera

Al otro lado del río Charles, más allá de la mítica Kennedy School de Administración Pública, nos adentramos en la todavía más mítica Harvard Business School (HBS). Entre sus profesores se cuentan eminencias mundiales sobre la gestión y el liderazgo, tema que absorbe el interés de este articulista y que le lleva a realizar incursiones periódicas.

La HBS tiene su propio campus. Ya es centenaria (101 años) pero parece atribulada: orgullosa de forjar presidentes de los Estados Unidos…pero descubre que también produce garbanzos negros para la economía mundial en forma de directivos financieros que propician burbujas perniciosas.

Durante 2009 la escuela ha hecho acto de contricción y propósito de enmienda: los profesores se reunieron para analizar en-qué-se-habían-equivocado. Es evidente que al mercado no se le puede dejar solo. Ineluctablemente se excede. Tarde o temprano.

Los alumnos han ido más lejos y por propia iniciativa han diseñado una especie de juramento hipocrático y managerial: juran no cometer perrerías cuando lleguen a sus poltronas.

La HBS se ha abierto en los últimos tiempos a dirigentes de ONGs y líderes civicos, como contrapunto al predominio neoliberal en décadas anteriores.

Las aulas son pulcras, el césped inmejorable. El autoservicio en la cafetería, de alta calidad. Como corresponde a servir a los hijos de muchas grandes fortunas pero también a vástagos de la clase media con vocación de ascenso social.

Un miércoles cualquiera

La Cooperativa de Libros de la Universidad de Harvard, en Harvard Square, es un idílico paraje para ojear gratis toda clase de libros y revistas de gran enjundia intelectual.

El lugar tiene un aire de café parisino de standing. No faltan visitantes estrafalarios, catedráticos en zapatillas deportivas y barba de tres días o personajes inclasificables que aprovechan los desperdicios de las mesas vacías.

Las estanterías están llenas de libros escritos por eminentes profesores de la misma Universidad. Cómo salvarse de la crisis es el tema del momento. Se amontonan los títulos al dictado de las modas académicas. Los estudiantes orientales proliferan por doquier. La mayoría, féminas. Devoran sin recato los libros y miran de hito en hito a los ojos de sus interlocutores masculinos. El mundo es de ellas.

Un jueves cualquiera

Me apeo en la estación de Kendall del metro, línea roja. El MIT ocupa todo un distrito hasta la entrada de Boston. Harvard y MIT forman un conglomerado. Pero MIT se diferencia por sus edificios futuristas, estilo película “Blade Runner”. Tras los cristales –cuales repicantes sin sueño ni horarios- se vislumbran los investigadores con cerebros que no conocen la tregua.

Rara es la cafetería sin WiFi. Pero algunos rincones del MIT son espectrales. Dan miedo. Los artilugios última generación que exhiben algunos edificios dan muestras de ser de otro milenio. Un milenio por venir. Descentran al visitante. Lo admirable y lo pavoroso se funde e impacta.

Y allí se investiga. Constantemente se investiga.

Un viernes cualquiera

El presidente Obama está presente en los estantes preeminentes de las librerías. Harvard adora al clan Kennedy (llora ahora la muerte de Ted) y por derivación hace suyo el credo de Obama.

La Universidad ha recortado sus presupuestos a raíz de la crisis financiera. Las infraestructuras de los suburbios adyacentes tienen algo de tercermundistas: socavones que no se arreglan, autobuses que apenas pasan dos veces a la hora.

Vivo contraste entre la brillantez intelectual del lugar y la realidad socioeconómica del país, afrontando un crisis de grandes proporciones.

Un sábado cualquiera

Ferran Adrià recala por la Facultad de Física y exhibe los secretos de su cocina. Harvard se vuelca en él con ese celo snob de los lugares que aparte de ser prestigiosos quieren parecerlo. Harvard descubre así que hay vida más allá de la hamburguesa. Harvard descubre la sopa de ajo.

Ferran Adrià es casi sacado a hombros. Hay un punto de estulticia en tanto entusiasmo.

Un domingo cualquiera

Pedro Almodóvar recala por la Escuela de Arte Dramático. Organizan un coloquio en torno a su obra. Le invisten con honores en la ceremonia de graduación, colorista y recurrente. Preside la rectora, la señora Drew G. Faust Luce vestido amarillo. Dosifica su protagonismo. Los invitados (familiares, amigos y mandamases de la Casa Blanca) concentran en unos pocos metros cuadrados una sustancial parte del ahora alicaído Producto Interior Bruto estadounidense.

En Harvard se pone el sol. Es la hora del crepúsculo. Ya se sabe: son los ciclos. Lo son en verdad.

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Miguel Ángel Violán

Miguel Ángel Violán, Barcelonés. Periodista y escritor. Formador de comunicadores con millares de ex alumnos repartidos por toda España y Latinoamérica. Es doctorando en oratoria y conferenciante.

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