El «Salón» de Palencia, sinsentido

Leo con sumo interés el reportaje de Carlos Hugo Sanz sobre la década que se va a cumplir de la última y lamentable reforma de «El Salón». Puede que seamos diez años más viejos pero también diez años más experimentados y más sabios. Diez años dan para mucho y mi opinión al respecto sigue sin cambiar.

Hay cosas en el manejo de una ciudad que son ideológicas, hay otras que sólo son cuestiones administrativas, de mero sentido común. El año que viene conmemoraremos el décimo aniversario de la desaparición de uno de los rincones más significativos de Palencia, un jardín romántico en pleno centro de la ciudad, un sinsentido… común.

Se explica Carmen Espegel, la responsable de aquel proyecto, diciendo que «El Salón que había era uno y éste de ahora es otro.» Exacto. El punto sobre la «i». Alguien decidió terminar con un rincón palentino, personalísimo, originalísimo e irrepetible, trasmutándolo en un parque vulgar, una mezcla de barriada inhóspita de los extrarradios de Nueva York con la desolación de las pistas de un aeropuerto iluminadas para el aterrizaje nocturno de un vuelo transoceánico. Un espacio que sólo tenía cabida en Palencia, que definía claramente a la ciudad, que podía ser su emblema, pasó a ser un lugar vulgar, indefinido, propio de cualquiera de esas urbanizaciones impersonales que han aflorado entre nosotros años atrás, un lugar absurdo que lo mismo podía estar en Palencia que en Titusville, 5601 habitantes, Pennsilvania, Estados Unidos, o en cualquier lugar donde reine el mal gusto.

Eso que quiere ser un hipermoderno escenario, plástico, acero, cemento y neón, a mí no me parece sino un pegote hipertrófico olvidado por una banda de adolescentes borrachos después de una noche de botellón. O lo que algunos se empeñan en llamar pérgola no es sino desvencijado y herrumbroso esqueleto de una nave industrial con sus pilotes y sus vigas a la vista, obviamente muy impropio de un lugar tan carismático, de un lugar dedicado al paseo, a la relajación de la vista y al recreo popular.

No pretendo señalar, casi diez años después, a quienes tomaron la errónea decisión, hay quien se empeña en dejar huella de su paso por la vida y lo consigue así, pero sería interesante desfacer tamaño entuerto antes de que pasen otros diez años y tomar nota para futuras ocasiones.

Y una pregunta… si alguien hace mal su trabajo… ¿no debería recibir cuando menos una tarjeta amarilla? O roja.

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Pedro de Hoyos

Escribir me permite disfrutar más y mejor de la vida, conocerme mejor y esforzarme en entender el mundo y a sus habitantes... porque ya os digo que de eso me gusta escribir: de la vida y de los que la viven.

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