TRISTE SONETO DE UN AUTOR ANÓNIMO
Durante el grueso del almuerzo y hasta después del mismo, mientras nos tomábamos un café (cada comensal ha pedido el que más le gustaba o le ha apetecido), en el rato de sobremesa, antes de pedir la dolorosa y prorratear la cifra resultante, el monto, hemos hablado, sobre todo, de sexo, y hemos llegado a la conclusión consensuada de que en este asunto, como lo propio ocurre con otros temas, en la realidad más simple en apariencia cabe percibir, si se toman en consideración varias perspectivas o prismas, cierta complejidad.
Este menda, como hace casi cinco lustros que no lo cata, se ha limitado a escuchar con atención los argumentos que han ido esgrimiendo mis cinco amigos (o amigos de mis amigos, pues todos ellos podrían pasar por tales).
Zosi, hipocorístico de Zósimo, soltero, como yo, ha referido que, de manera ocasional, le peta hacer el amor con mujeres del montón y hasta feas, por la sencilla razón de peso de que, como las poco agraciadas no suelen practicarlo a menudo, cuando se les presenta la ocasión, la aprovechan a tope. No dejan pasar la oportunidad sin sacarle el máximo jugo, partido o provecho, esforzándose en dejar un buen sabor de boca en sus esporádicas parejas y, esperando, asimismo, como lógica contrapartida, que sus partenaires queden con ellas a la altura de las circunstancias.
Leo, Leónidas, aun estando felizmente casado (reconociendo implícitamente sus devaneos o escarceos), ha abundado con él en el parecer, pues la guapa está más acostumbrada a los polvos mágicos que la escasa o exigua de hermosura.
Fermo, Fermín, ha insistido en el mismo razonamiento. Toda adulta fémina heterosexual y venusta, si le llena hacer el amor de ordinario, lo hace con quien le apetece; con su novio, marido, amigo con derecho a roce y hasta desconocido. Y, para convencernos de que este último caso había sucedido, nos ha narrado, grosso modo, el affaire que una amiga suya protagonizó recientemente y ella se lo contó a él por entero, tras regresar de un crucero por el Mediterráneo.
El último día del periplo, antes de arribar al puerto de Barcelona, tras desearle su veinteañero vecino de camarote (el del inmediato superior de al lado, no el de enfrente) los buenos sueños de rigor, esta le propuso un eroskiki (así llama ella a echar un polvo, de forma rauda) y, al parecer, ella, divorciada y sin pareja estable desde hace tres años, de buen ver, rondando el medio siglo de edad, se quedó en la gloria, tras haber tenido el enhiesto y duro dedo sin uña y sin casco protector del yogurín dentro de su encharcada gruta, durante ocho minutos inolvidables. Le quitó todas las telarañas que había ido tejiendo en el interior de su cueva el abandono o desuso.
Joserra, José Ramón, a quien otros llaman Montxo, enmudeció. Cuando Zosi le empezó a chinchar, a lanzar pullas, a fin de tirarle de la mui, él arremetió contra el capote presentado, rompió amarras y dijo:
—¿Os parecen oportunos los comentarios que habéis hecho? ¿Os imagináis que alguien hubiera grabado las barbaridades que habéis proferido y que se enteraran vuestras esposas o novias de cómo os las gastáis?
Leo le ha refutado así:
—Como te conocemos, nos hemos confabulado antes del almuerzo para extralimitarnos y escandalizarte. Como sabíamos, a ciencia cierta, que nos ibas a recriminar nuestra actitud, a fin de echarnos unas risas a tu costa, hemos seguido, erre que erre, con el plan pergeñado. Reconocemos que hemos hecho mal.
A lo que Joserra ha retrucado:
—¿Eso lo dices de verdad o es una engañifa? Porque yo me he creído cuanto ha salido por vuestras bocas a pies juntillas. Dejémoslo así, pero os pido con especial encarecimiento que no me sigáis tomando impunemente el pelo, porque, si a la relación de amistad le empiezan a cojear dos patas de esa mesa o silla, el respeto y la confianza, esta puede quedar en agua de borrajas o cerrajas, en nada.
—Te pido, Joserra, perdón —ha tomado la palabra el sensato Sebas, Sebastián—, en nombre de todos, porque reconozco que ver las caras que has puesto, mientras escuchabas a esta patulea de indeseables, ha sido como reeditar o volver a ver las que otrora pusiste, cuando me oíste declamar en voz alta el triste soneto de un autor anónimo.
Ángel Sáez García
angelsaez.otramotro@gmail.com
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