Una vez más, Nicolás Maduro apareció en televisión como si de un héroe épico se tratara, elevando la voz y repitiendo que “nadie toca esta tierra”. Una postura que mezcla drama y solemnidad, diseñada para levantar pasiones nacionalistas, pero que no oculta la realidad: Venezuela y Estados Unidos libran, desde hace años, un pulso político convertido ahora en un guion casi teatral.
No es la primera vez que el chavismo agita el estandarte de la “defensa nacional” para responder a presiones extranjeras. Pero esta vez el choque tiene un tinte más peligroso. Washington ha subido la apuesta: barcos en el Caribe, advertencias de “usar todo su poder” y una recompensa de 50 millones de dólares por la cabeza del presidente venezolano. Una cifra que, más que una medida judicial, suena a western en pleno siglo XXI.
Maduro, como acostumbra, respondió con tono mesiánico. Recurrió a la retórica de los libertadores, insistió en que más del 90% del pueblo lo respalda frente a Estados Unidos y, para rematar, acusó a Washington de ser el verdadero epicentro del narcotráfico. Un clásico juego de espejos: “yo no, tú eres peor”.
Lo más inquietante no es la grandilocuencia, sino la sensación de que el tablero se está calentando demasiado. Convocar milicianos, desplegar sistemas militares “las 24 horas” y jurar que la tierra es sagrada podría movilizar el orgullo interno, pero también elevar la tensión en un país agotado por la crisis económica y el aislamiento internacional.
Mientras tanto, las acusaciones contra el secretario de Estado, Marco Rubio, a quien Maduro describe como un enemigo obsesionado con Venezuela, parecen más un recurso para personalizar la confrontación que una estrategia real de política exterior. ¿Acaso un país puede depender únicamente de discursos encendidos y enemigos designados?
En el fondo, todo esto parece una guerra de símbolos: barcos frente a arenas patrióticas, recompensas por discursos de independencia, sanciones contra convocatorias a milicianos. Pero debajo del espectáculo tarde una certeza: el pueblo venezolano es quien queda atrapado entre amenazas imperiales y promesas revolucionarias que rara vez se cumplen.
Quizás la verdadera pregunta no es quién ganará este duelo de palabras, sino cuánto puede resistir una nación que vive entre la retórica heroica y la asfixia cotidiana.

