La comida transcurrió entre risas y anécdotas. No alargaron la sobremesa porque aún les quedaba por visitar una parte del monasterio de Leire y la cripta, la parte más antigua y enigmática de todos los templos.
La participación en el coro con los cistercienses y la audición del canto gregoriano fue un regalo del cielo. Clara se detuvo para entrevistar a dos monjes, uno de ellos muy joven, con una bonita historia. Durante una Semana Santa, el hermano Fermín había ido de visita con su familia y quedó prendado de la atmósfera del monasterio. Cuando terminó Filología Clásica se fue a la abadía a pasar unos meses. Sus padres creyeron que volvería a casa, pero nunca regresó. Desde hace cinco años es feliz en el monasterio.
Ante la portada de la iglesia, contemplando el relieve medieval con la imagen de San Virila escuchando el canto del pájaro, Sergio le sugirió a Clara que contara la historia del monje. La propuesta fue muy bien recibida.
—Si os parece —propuso— vamos andando hacia la fuente del Santo.
—Ya estabais oyendo el gregoriano. Cuando volvía del baño, me asomé a un despachito para curiosear, y allí estaba el monje. Nos pusimos a hablar y… No me imaginé que os pudiera interesar.
Mientras caminaban hacia la fuente, Clara inició el relato sobre el Santo de Leyre. En esta ocasión, había decidido grabarlo para subirlo al blog:
San Virila fue abad de este monasterio. Nació hacia el año 870 en Tiermas, un lugar cerca de aquí que tiene fama por sus aguas milagrosas. Los historiadores de la abadía citan algunos documentos en los que figura su nombre. Su culto se documenta ya a comienzos del siglo XI. Lo que no figura en las crónicas es la narración de su sueño, lo más emblemático de Leyre.
El monje reflexionaba a menudo sobre el salmo que dice: «Mil años en tu presencia son como un ayer que pasó, una vela nocturna». Su alma no podía comprender el misterio de la eternidad; no entendía cómo era posible que el gozo de los bienaventurados durara para siempre sin cansarse nunca de la visión de Dios. Un día se internó en la espesura del bosque y al llegar a este punto —ya habían llegado a la fuente—, apareció entre las ramas un pajarillo misterioso que emitió unos trinos tan bellos que cautivaron el alma del monje, que quedó como paralizado escuchándolo.
Cuando se despertó del éxtasis trató de volver al monasterio, pero el camino estaba distinto y había mucha maleza… Al llegar a la abadía se encontró con todo el edificio cambiado, y los monjes no vestían de negro como él, sino de blanco. Hay que recordar que el hábito de San Benito era negro —por eso se llamaban los monjes negros—, y tras la reforma del Cister de Bernardo de Claraval pasaron a llevar hábito blanco; y con este nuevo atuendo se encontró el monje desaparecido. Dijo que era Virila, el abad, pero nadie lo conocía. Ante su insistencia, investigaron en el archivo la lista de abades y, en efecto, figuraba un Virila, desaparecido en el bosque. ¡Pero de eso hacía trescientos años!
—Este caso sigue el patrón literario de la distorsión del tiempo —dijo Sergio—. En Galicia existe una historia paralela, la de San Ero, un monje del monasterio de Armenteira, también del Cister.
—Sí —dijo Clara, que conocía bien ambas historias—, pero tiene un matiz distinto y muy interesante. En la narración de San Ero dice el padre Duarte que su cuerpo se quedó dormido, mientras su alma gozaba de los placeres de Dios.
—Lo importante en estas historias —dijo Enrique— es que se plantea una cuestión que dentro de la mística es muy frecuente, la inexistencia del tiempo tal y como lo entendemos en nuestro universo tridimensional.
—Una de las Cantigas de Santa María, de Alfonso X el Sabio está inspirada en estos hechos maravillosos… —abundó Clara—, y el historiador gallego Filgueira Valverde hizo su tesis doctoral sobre La Cantiga CIII, noción del tiempo y gozo eterno en la narrativa medieval, donde trata ampliamente este fenómeno.
—Fenómeno —añadió Sergio— que también ocurre fuera del ámbito religioso… Se da en el mundo de los ovnis y en otros campos. Como la historia de Lupita, la india mexicana —dijo dirigiéndose a Clara.
—Sí, Lupita. A vosotras ya os hablé de ella —dijo mirando a sus compañeras de viaje por Europa—. Me contó que en su pueblo, una aldehuela azteca, una mañana temprano un hombre se fue a buscar huauzontles, una verdura silvestre muy estimada por los indios precolombinos, que crece en las laderas del volcán Popocatepetl. Cerca del mediodía, ante la tardanza de su marido, la mujer se preocupó y empezó a buscarlo. Durante días rastrearon la montaña sin ningún resultado. Era como si se lo hubiese tragado la tierra. Al cabo de dos años, el desaparecido llegó a su casa con el ayate repleto de huauzontles. Se sorprendió de que su mujer se extrañase tanto al verlo. Cuando le dijeron que llevaba dos años fuera, explicó que al regresar con las verduras se vio rodeado de un círculo del que no podía salir y que unos seres le habían dado de comer unos pastelillos que sabían muy bien. No recordaba nada más.
—¡Qué interesante! —suspiró Teresa.
—Esto lo explican los modernos físicos —apuntó Sergio—, con la dilatación del tiempo y la paradoja de los gemelos. Lo planteó el matemático Lorentz y lo veían absurdo, pero cuando Einstein expuso sus teorías dejó de parecer tan inverosímil. Juan, cuéntanos cómo explica la ciencia este fenómeno.
—Es una de las verdades incontrovertibles del continuo espacio-tiempo —argumentó Juan—. Antes de que aparecieran las teorías de Einstein, Lorentz, al que acabas de citar, ya había planteado una de las paradojas matemáticas que han ido perdiendo el calificativo de absurda. El tiempo no es una entidad inalterable como indican nuestros relojes, sino que es susceptible de contraerse o distorsionarse, dependiendo de las circunstancias que actúen sobre él. La teoría de la relatividad plantea la posibilidad matemática de un cuerpo que se desplaza por el espacio a una velocidad próxima a la de la luz, 300.000 kilómetros por segundo. El tiempo, para este cuerpo, transcurrirá mucho más lentamente que para un observador situado en un punto fijo. Esta teoría explicaría que los trescientos años transcurridos en la tierra, para San Virila había sido solo un instante.
—En efecto —apuntó Clara— esto explica lo que ocurre con un cuerpo que viaja por el espacio, pero no resuelve la incógnita de cómo, en este caso, San Virila inicia el viaje…, y el regreso. Porque estamos hablando de teleportaciones. Hay historias muy documentadas que no están relacionados con la mística. ¿Pero qué las origina? ¿Y cómo se vuelve al punto de partida? ¿Es posible ir y no volver?
—El gran reto de la física —concluyó Juan— es la demostración de la existencia de otras dimensiones, de universos paralelos, de multiversos e incluso de antiuniversos.
La conversación sobre el binomio física cuántica y mística se prolongó un buen rato. Juan les recomendó leer los textos de los padres fundadores de la física cuántica, que relacionan la mística con los nuevos paradigmas científicos. Los nombres de Heisenberg, Schrödinger, Einstein, Jeans, Planck, Pauli y Eddington forman parte de una nueva visión del universo y el ser humano, a través de una concepción trascendente que sobrepasa la dualidad materia y espíritu.
El ambiente invitaba a quedarse allí a pasar la noche, pero debían regresar para organizar el programa del día siguiente. El próximo destino era otro monasterio, San Juan de la Peña, enclavado en la ruta del Camino aragonés desde Somport. Había que ir hacia atrás en dirección a Jaca, pero no podían perder la oportunidad de visitar uno de los lugares más enigmáticos y guardadores de secretos. En su interior había estado alojado el Santo Grial, la copa que, según la tradición cristiana, utilizó Jesús en la Última Cena, hasta que fue trasladado a la ciudad de Valencia.
(Extracto de mi novela El Códice de Clara Rosenberg. De Roncesvalles a Compostela).

