«Pero… ¿tú escuchas o no escuchas?»

"Pero… ¿tú escuchas o no escuchas?"

Hay palabras que fracasan no por ser incorrectas, sino por ser incómodamente precisas. Escuchante es una de ellas. No porque sea un neologismo caprichoso —ni por carecer de legitimidad histórica o lingüística— sino porque obliga a distinguir lo que la mayoría prefiere confundir: la diferencia entre oír y escuchar, entre percepción fisiológica y atención consciente, entre sonido y sentido.

En la vida cotidiana, esa confusión se vuelve obscenamente evidente.

“Pero… ¿tú escuchas o no escuchas?”: anatomía de una pregunta absurda

Cuando un normoyente se dirige a un sordo con gesto compasivo y formula la pregunta:

—Pero… ¿tú escuchas o no escuchas?

no está pidiendo información: está exhibiendo su ignorancia conceptual. La pregunta confunde órgano con acto, confunde la capacidad fisiológica con la atención voluntaria. Confunde el oír con el escuchar, y lo que es más grave, degrada al sordo a la categoría de sujeto pasivo.

Mi respuesta, como sordo profundo, siempre es:

“Yo soy un perfecto escuchador, escuchante. Pongo toda mi atención a quien pretende comunicarse conmigo. Mi problema no es que no escuche: es que no oigo.”

La analogía perfecta lo hace evidente: preguntar a un sordo si escucha es tan absurdo como preguntar a un ciego si mira:

—¿Tú miras o no miras?

Nadie lo haría, porque mirar es un acto de atención, voluntario, independiente de la capacidad fisiológica de ver. Pues lo mismo con la escucha: se puede escuchar sin oír, y se puede oír sin escuchar.

Oír versus escuchar: la cuestión de la voluntariedad

Oír es pasivo. Sucede sin intervención consciente. Escuchar es un acto voluntario, consciente, exigente. Dirigir la atención, suspender el ruido interior, atender al otro, interpretar su intención: eso es escuchar.

Por eso el dicho español es tan expresivo:

“Éste oye como quien oye llover.”

Oye perfectamente, pero no escucha nada. La metáfora no acusa a la fisiología, sino a la voluntad. Y si la voluntad falla, escuchar no ocurre. En el ruido infinito de la era contemporánea, se oye más que nunca y se escucha menos que nunca.

Escuchante: una palabra con historia y dignidad

El participio activo escuchante tiene siglos de existencia documentada:

  • Tirso de Molina, siglo XVII: «Lastimosa muerte por cierto ha sido la del malogrado Lucas Moreno (que así se llamaba el escuchante)».
  • Luis de Góngora: «Todo va con regla y arte / que, a Dios gracias, arte y regla / nos dejó Antonio. Produzga / todo escuchante la oreja».
  • Cervantes, Don Quijote: “una de las escuchantes”, refiriéndose a la dueña doña Rodríguez.
  • José María de Pereda, La Puchera (1889): “saltó a los de la escuchante”.

Incluso en el siglo XX se sigue empleando: Vicente Aleixandre, Francisco García Pavón, José Ferrater Mora, y muchos más.

Sin embargo, la Real Academia Española ha relegado escuchante a un limbo, mientras que oyente se mantiene como sustantivo cómodo, capaz de nombrar al receptor pasivo de cualquier estímulo.

El inglés tiene su listener; nosotros tenemos un escuchante genuino, con historia, literatura y lógica gramatical impecables. Que desaparezca de la conciencia colectiva solo refleja una pobreza semántica y moral.

Los sordos: teatro y sátira de la escucha

El absurdo cotidiano y la confusión de roles se dramatizan en la obra breve Los sordos de Germán Berdiales, donde el diálogo entre sordos y oyentes crea un microcosmos del error semántico:

ACTO 1

El viajero (apareciendo a espaldas del campesino): ¡Eh, buen hombre… ¡Buen Hombre!
(El campesino no le atiende.) ¡Ni que fuera sordo como yo! (le toca un hombro) ¡Oiga!
El campesino: ¡Hola! ¿Qué tal? ¿Qué desea?
El viajero: Usted, que ha de conocer estos lados.
El campesino: Sí señor; Rudecindo Lagos, para servirle.
El viajero: Hágame el favor de hablar más alto, porque soy bastante sordo.
El campesino: Si no grita más, no podré entenderlo, porque soy un poco torpe de oído.
El viajero: ¿Podría indicarme dónde queda la estancia “Los Leones”?
El campesino: ¡Claro que tienen fragancia mis melones! Es que son muy buenos, le haré traer algunos para que los pruebe.
El viajero: ¿Nueve? ¿Nueve qué? ¿Nueve leguas? ¡No puede ser!
El campesino (la patrona aparece): Sí, ésta es mi mujer. (A la patrona) Oye. Tráele a este hombre una docena de melones, para que elija algunos.
La patrona: ¡Ah, muy bien! ¿Así que este caballero quiere tener relaciones con nuestra hija? Tanto gusto, señor. En seguida se la presentaremos. (Gritando hacia el interior de la casa) ¡Mariquita!… ¡Mariquita!… Esa chica es más sorda que yo, todavía… Un momento, siéntese… (Se introduce en la casa)
El viajero: ¿De modo que usted dice que la estancia “Los Leones” queda a nueve leguas de aquí?
El campesino: Sí, señor; se lo he dicho y se lo repito. La fragancia de mis melones es exquisita…
La patrona: No grites, hombre; aquí está Mariquita. (A su hija) Bueno, hija aquí tienes a tu pretendiente…
La sordita: Ay, mamá, ¿cuántas veces quiere que le diga que no me duelen los dientes ni nada?
La patrona: ¿Qué no tiene nada? ¿Y tú qué sabes? A lo mejor resulta que es rentista.
La sordita: ¡Mamá!, por favor, ¿para qué quiero yo un dentista, si no tengo enferma la boca?
La patrona: Ya sabes que tu madre pocas veces se equivoca: ha de ser rentista nomás.
El campesino: ¿Y los melones, mujer?
La patrona: Es lo que yo le digo, ¿por qué te pones así, hija?
El campesino: Pero, si no les traes ninguno, ¿cómo quieres que elija?
La patrona: Es que tú sabes cómo es esta niña; ella quiere salirse siempre con la suya. (Al viajero) Ésta es mi hija, se llama Mariquita.
El viajero: ¿Cómo cerquita, si su esposo me ha dicho que faltan nueve leguas?
La patrona (al campesino): ¿Qué dice este hombre de las yeguas?
El viajero: Sí, y como ya de luz quedan pocas horas.
La sordita: No, todavía no soy señora.
El viajero: No sé, ni siquiera si es bueno el camino.
La sordita: ¡Ah, yo no pretendo que usted sea adivino! Sólo le he dicho que sigo soltera.
El viajero: ¡Ah!, ya entiendo: ¿llegando a la tranquera, sigo hasta la derecha? ¿Y de ahí, a “Los Leones”?
El campesino: ¡Ah!, como buenos le aseguro que son buenos. Y puedo mandarle todos los que quiera…
El viajero: Sí, ya me dijo la señorita: de la tranquera, a la derecha.
La patrona: Yo no digo que usted no quiera a la chica, pero convendría que fijara fecha…
El viajero (desapareciendo): Bueno, hasta otra vez, y perdonen la molestia.
La patrona: ¡Oiga, oiga! ¡Más bestia será usted, atrevido!
El campesino: ¿Qué? ¡Tiene razón!, no iba a esperar hasta mañana que le trajeras los melones.
La patrona: Y no. Jamás consentiré que nuestra hija tenga relaciones con semejante gente.
La sordita: Déjelo que se vaya; total, aquí a nadie le duelen los dientes.
El campesino: No es que te lo reproche, pero hubiera comprado tres o cuatro…
La sordita: ¡Ay, qué bueno eres, papá! ¿Oyes, mamá? Dice que nos llevará al teatro a ver las comedias.
La patrona: ¡Cierto! Ya me había olvidado que tenía que zurcirle las medias. ¿Sabes dónde he dejado la lana azul?
La sordita: ¡No me digas! ¿La comedia de Barba Azul? ¡Qué bonito título! ¡Ay, qué contenta estoy, madre mía!
La patrona: Es lo que digo siempre a tu padre: ¡que Dios nos conserve esta armonía! Porque el día que nos entendamos, esta casa será un infierno…
FIN.

El sordo como paradigma del escuchante

Ser sordo profundo no significa ser incapaz de comunicación. Significa vivir la escucha como un acto deliberado y disciplinado. Significa:

  • Poner atención total a quien pretende comunicarse.
  • Interpretar gestos, intenciones y contexto.
  • Comprender incluso lo que no se oye.

En otras palabras, el verdadero escuchante no depende del oído, sino de la voluntad y de la inteligencia. Mientras tanto, los normoyentes confunden volumen con atención, ruido con sentido, sonido con comprensión.

Corolario: riqueza lingüística y espiritual

Por todo lo anterior, escuchante no es solo correcta: es un recordatorio de que la lengua refleja la mente y la voluntad. La elección de usarla o ignorarla dice mucho sobre nuestro entendimiento del mundo:
El diccionario puede negar su vigencia, pero la historia literaria, el teatro y la experiencia cotidiana confirman su existencia y su valor.

Reconocer la distinción entre oír y escuchar, como entre ver y mirar, es reconocer que la atención y la comprensión son actos conscientes y voluntarios, no reflejos fisiológicos.

La próxima vez que alguien te pregunte, sordo o no, “¿tú escuchas o no escuchas?”, recuerda: escuchar no se mide en decibelios, se mide en inteligencia, atención y voluntad. Y en eso, a veces, el sordo supera con creces al oyente.

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