Como padres podemos y debemos educar a nuestros hijos, para su bien, lo mejor que sepamos, y, salvo ´zurdas´ excepciones, así lo hacemos. Luego los hijos crecen y pacen su libertad hasta el hartazgo. Una libertad que emplearán para obrar el bien, o para engolfarse, ´sin mirar pelo´, en el fácil camino del egoísmo más primigenio, llegando a ´el mal´, elegido a la carta.
Un mal, libremente abrazado, que irá construyendo infiernos en la tierra, donde la violencia, la injusticia y la barbarie, será el pan suyo de cada día.
Ahora bien, yo puedo haber educado a mis hijos en los principios del perdón, la misericordia, el amor cristiano, el honor, la defensa del débil; sin embargo, serán ellos los que elegirán libremente, si asumen estos principios o -por el contrario- enarbolan la bandera del egoísmo sectario, tribal y cavernícola, emprendiendo una carrera desbocada, en la que no dudarán en pisotear y pasar por encima a todo aquel que se interponga en su camino hacia la cumbre del bastardo éxito mundano.
Entonces, si tristemente se da este último caso y mis hijos salen torcidos, dedicándose a sembrar el infierno por donde pasan…, si esto es así y aplico la lógica atea, llegaré a la conclusión de que soy un padre malvado, o que –simplemente- no existo y mis hijos han salido de la nada por arte de magia, como en su momento apareció el Universo hace 13.750 millones de años.
Si extrapolamos esta historia y vamos directamente a por la mayor, vemos que, si hay un denominador común en todos esos infiernos terrenos, es la repetición, hasta el empacho, de los tópicos: ¡Dónde estaba Dios cuando…! ¡Y qué hace Dios! ¡Qué malo es Dios! ¡Dios tiene la culpa! ¡Dios no existe! Y a partir de ahí todo un surtido de palabras gruesas, donde la blasfemia gratuita, hará de impío estribillo a un relato construido con una lógica tan pérfida como falaz.
Llegado a este punto, y como buscador de la verdad, me dedico a investigar todos los infiernos que he conocido, que son muchos, y al hacerlo busco al culpable.
Busco tras esos infiernos la mano de Dios, pero no la encuentro; tan solo hallo la puerca mano del hombre, una y otra vez, tirando la piedra, y escondiendo la mano.
Hombres malignos, aquellos que han ido creando infiernos de terror, tortura y muerte, a lo largo de la Historia, en el nombre de Dios.
Es entonces cuando ya no me planteo si Dios existe, sino, si más bien, algunos especímenes humanos, por canallas, tiranos y criminales, deberían existir. ¡Ahí lo dejo!

