Si los diversos gobiernos, tanto socialistas como conservadores, hubieran hecho una reforma laboral eficaz, negociada y modernizadora durante la época de crecimiento económico, ahora no estaríamos hablando de «golpe de estado a los derechos laborales». Con más de cinco millones de parados en España y creciendo, hay que ajustar mucho las críticas para no terminar cayendo en la demagogia.
El rigor obliga a reconocer que las condiciones de despido en España eran rígidas, obsoletas y las más caras de Europa. Paralelamente a ello, las prestaciones sociales a personas sin empleo, eran y son, en España las más paupérrimas, lo que situaba sobre las espaldas de los empresarios, con indemnizaciones voluminosas, las carencias del propio Estado de Bienestar.
Ello suponía, qué duda cabe, un freno a la hora de contratar a nuevos trabajadores aún necesitando cubrir plazas. Esta ecuación, trasladada a la pequeña y mediana empresa ha acabado ahogando a muchas de ellas y obligándolas a cerrar. Con la gravedad en pérdidas de puestos de trabajo que conlleva este aspecto en un país con tres millones y medio de autónomos empresarios y PYMES, que generan el 85 por ciento de la producción española.
Viene a colación recordar que en países como Alemania, Francia o Reino Unido, todos los ciudadanos sin trabajo, sean nacionales o residentes, tienen derecho, tanto si han trabajado recientemente como si no, a unas subvenciones de seguridad básica que consisten en vivienda gratis y dinero suficiente para vivir.
Esta es una de las claves del por qué en Europa se prefere alquilar la vivienda mientras en España se disparó la fiebre compradora, cuando los intereses bancarios bajaron y el dinero bullía ficticiamente.
Tan sencillo como que en Alemania, nadie sin trabajo quedaba debajo de un puente, y en España, tras agotar las prestaciones por desempleo, el ciudadano quedaba a merced de la calle o de la caridad de los amigos o familiares. Los bancos, con su falsa e interesada «generosidad» han estafado a media España y ahora les terminan de saquear quitándoles sus viviendas. Ellos nunca pierden.
Ante este panorama de la miseria y los desahucios tenemos unos gobernantes que, una vez más, adoptan el camino más fácil: que paguen los contribuyentes y los ahorradores. Podrían exprimir un poco más sus cerebros, trabajar unas pocas más de horas, recortarse sus privilegios (dicho sea de paso) y buscar fórmulas inteligentes como por ejemplo, en lugar de dar más y más dinero a los bancos, que a la postre lo utilizan para sanear sus balances, dárselo a cambio de sus viviendas en estocaje, a precios baratos, y ponerlas a disposición de los parados, como parte de su prestación de servicios.
Esta y otras soluciones se han llevado a cabo en otros países. Aquí, nuestros políticos no se complican la vida. Recortar y recortar es la única receta que se han molestado en aplicar. Y eso, siendo asesorados por multitud de eminentes economistas que cuestan grandes fortunas al contribuyente. Parecería que la crisis horrenda sólo está del lado del trabajador. Deprimente.
Siguiendo con la Reforma Laboral, antes, el despido en España era caro pero fácil. Ahora es barato y mucho más fácil. Así se explican las amplias sonrisas de los jefes de la patronal, Rossell, Terciado, Barato y Arturo. Ellos sólo ven ventajas, en este momento de miedo colectivo inducido, que prácticamente anula el consumo y la demanda, y desde luego, su primera tentación y la de los empresarios sin ventas y un poco cargados de personal va a ser, qué duda cabe, el despido.
Esa es la gran injusticia. Han sido medidas tomadas en estado de emergencia y por tanto, en el peor de los momentos posibles, lo que deja en una situación de indefensión atroz a los trabajadores y muy enfadados a los sindicatos, que no tienen más remedio que tragar so pena de sean catalogados como antipatriotas. Porque entre las medidas que se han adoptado, la inmensa mayoría de los parados de larga duración y sin esperanzas, van a aceptar trabajos a tiempo parcial por salarios irrisorios.
Otros trabajadores, ante la inminencia de un despido van a aceptar reducción de dietas, aumento de horas extras gratuitas, cambios de turnos, desplazamientos a otras ciudades, y todo tipo de abusos que el patrón tenga a bien aplicar a cambio de llevar algo de salario al hogar. En este sentido sí, se acabó el Derecho Laboral.
Las reformas laborales, en un mundo globalizado y cambiante, no son algo que haya que hacer una vez cada diez o veinte años y todos tan contentos. Las reformas laborales han de ser un ser vivo, cambiante y ajustado a los derechos de los trabajadores, encaminadas a menguar su incertidumbre y sobre todo, a abrirles esperanzas de que cambiar de trabajo es evolucionar y aprender a adaptarse al mundo en el que viven.
La formación permanente y la ayuda, real, a los emprendedores tiene que dejar de ser pura teoría en un país de baja cualificación y tiene que ser uno de los principales objetivos de Estado, empresarios, trabajadores y sindicatos. Las garantías, ahora son inexistentes, los deberes no se han hecho cuando se debía, al menos durante las dos últimas décadas y por eso, los sindicatos también tienen que hacer un ejercicio de imaginación y autocrítica para saber adaptarse a los tiempos nuevos y a las nuevas reglas de la economía globalizada y dejar de vivir en el pasado.
El mejor país y el que mejor funciona es aquel en el que los empresarios tienen simpatías sindicalistas y los sindicalistas y trabajadores simpatías emprendedoras y de asunción de riesgos para nuevos proyectos.
Una de las regiones donde menos ha golpeado la crisis es, precisamente, el país vasco, allí desde hace décadas funcionan muy bien las cooperativas, donde el trabajador también es empresario. Allí el paro es mucho menor que la media española. Algo tendremos que aprender de los lugares donde las cosas funcionan mejor.
En cambio nos entretenemos con la demagogia interesada de los empresarios, y con la ocultación, por qué no decirlo, de las debilidades por parte de los trabajadores (absentismo, bajo rendimiento, falta de responsabilidad, falta de motivación, falta de cualificación) y sobre todo, falta de imaginación y soluciones eficaces por parte de los políticos.
Así pues, en aras de conseguir algún día vivir en un país productivo, cualificado, donde la hora de producción sea competitiva y equiparable a nuestros vecinos europeos, empecemos a hablar claro y dejemos a un lado los complejos de un sindicalismo, imprescindible y de grandes logros, pero con consignas del siglo pasado, exigiendo hoy día representantes valientes y no acomodados cuya única labor no sólo sea repetir discursos viejos sino buscar y proponer fórmulas nuevas que defiendan, de verdad, los puestos de trabajo y el futuro laboral de los que pagan sus cuotas. Sin olvidarse de los autónomos, emprendedores y PYMES. El sindicalismo ahora es más necesario que nunca.