A mediados del siglo XVII, mientras los recaudadores de impuestos se esforzaban por descifrar columnas repletas de cifras, una pequeña caja de madera comenzó a hacer algo casi revolucionario para su tiempo: pensar en los números por nosotros.
No componía versos ni competía en ajedrez, pero prometía algo igual de impactante para su época: calcular sin fatiga, sin aburrimiento y, lo más importante, sin cometer errores.
Esta máquina fue bautizada como pascalina, y muchos historiadores la consideran “el primer intento de reemplazar la mente humana por un artefacto” en el ámbito del cálculo.
Cuatro siglos después, la cuestión ha evolucionado: ya no se trata solo de sumar impuestos, sino de hasta dónde permitir que la inteligencia artificial tome decisiones en nuestro lugar.
Una caja de madera que hacía “el llevo 1” mejor que nadie
En 1642, con apenas 19 años, Blaise Pascal ideó la pascalina para asistir a su padre, Etienne Pascal, recaudador de impuestos en Normandía, quien se veía abrumado por las complejidades de los cálculos fiscales. El desafío era sencillo pero contundente: demasiados números, un alto riesgo de error humano y un sinfín de horas de trabajo.
La solución consistió en crear una máquina del tamaño aproximado de una caja de zapatos. Su frontal estaba adornado con pequeñas ruedas numeradas del 0 al 9, mientras que su interior albergaba un sistema complicado de engranajes.
La lógica detrás era elegante:
- Cada rueda representaba una posición decimal: unidades, decenas, centenas y así sucesivamente.
- Al girar la rueda correspondiente a las unidades y pasar del 9 al 0, un diente más largo empujaba la rueda de las decenas, haciendo avanzar su posición.
- Este mecanismo replicaba físicamente el famoso “me llevo 1” que todos aprendemos en las aulas.
Gracias a este ingenioso sistema, la pascalina sumaba y restaba grandes números con precisión y sin necesidad de que el operador realizara cálculos mentales. Pascal lo expuso en un folleto contemporáneo donde aseguraba que, gracias a su invención, el riesgo de error era inexistente.
No era magia; era pura ingeniería: ruedas dentadas, topes y acarreos mecánicos que transformaban la aritmética en movimiento regulado.
De herramienta fiscal a símbolo nacional (y pieza de lujo)
La pascalina no fue un diseño aislado. Pascal desarrolló diversos tipos de máquinas:
- Modelos para realizar cálculos decimales (sumas, restas, multiplicaciones y divisiones por repetición).
- Versiones adaptadas para contabilidad monetaria.
- Un diseño específico para topografía, con unidades como brazas, pies o pulgadas.
Su fabricación era artesanal y costosa, lo que limitó su difusión masiva. No obstante, capturó la atención de eruditos y se convirtió en un referente crucial en la historia computacional: fue la primera máquina mencionada en la Enciclopedia de Diderot y d’Alembert y sirvió como prototipo para calculadoras posteriores, desde el artefacto creado por Leibniz hasta los aritmómetros del siglo XIX.
Hoy se conservan únicamente nueve pascalinas originales en museos europeos y hay un único ejemplar en manos privadas, completamente operativo y destinado a cálculos topográficos. Este último estuvo cerca de ser subastado en París con un precio estimado entre 2 y 3 millones de euros, siendo calificado por Christie’s como “el instrumento científico más relevante jamás ofrecido en subasta”.
Sin embargo, el proceso se detuvo repentinamente: el tribunal administrativo parisino bloqueó la autorización para exportarlo debido al riesgo de que abandonara Francia. Lo consideraron potencialmente clasificado como “tesoro nacional”. No se trataba solo de una antigüedad; simbolizaba el origen mismo de la informática moderna y la idea fundamental de delegar parte del razonamiento humano a dispositivos externos.
Del ábaco a la pascalina… y luego al ordenador
La pascalina no apareció por arte de magia. Tenía tras ella una larga tradición de herramientas destinadas al cálculo.
El ábaco, con más de 5.000 años a sus espaldas, ya permitía sumar, restar, multiplicar e incluso calcular raíces cuadradas. En el siglo XVII, Pascal llevó esa herencia un paso más allá: transformando cuentas sobre varillas en movimientos automatizados mediante engranajes.
Más adelante llegaron: la máquina creada por Leibniz (1672), que introdujo un tambor cilíndrico capaz de realizar operaciones aritméticas básicas junto con secuencias repetitivas; las invenciones del británico Charles Babbage en el siglo XIX (diferencial y analítica), que incorporaron conceptos esenciales como unidad aritmética, memoria o entrada y salida de datos; los cimientos básicos sobre los cuales se edifica la computación moderna; la célebre máquina de Turing (1936), que formalizó el concepto generalizado del procedimiento automático para resolver problemas complejos. Los primeros ordenadores electrónicos versátiles como el modelo ENIAC, desarrollado en 1946.
Dentro esta cadena evolutiva, la pascalina ocupa un lugar singular: demostró que era posible mecanizar el cálculo aritmético con fiabilidad. Esto abrió las puertas a concebir las matemáticas como algo susceptible también a seguir ciertas reglas mecánicas.
Paralelamente, Pascal trabajó junto a Pierre de Fermat sentando las bases del moderno cálculo probabilístico; otro pilar fundamental para entrenar modelos actuales de inteligencia artificial.
La pregunta incómoda que deja la pascalina
En su folleto promocional, Pascal afirmaba que su objetivo era “reducir todas las operaciones aritméticas a un movimiento regulado”. En términos actuales: identificar qué aspectos del trabajo mental pueden transformarse en un procedimiento automático.
Ahí es donde encontramos una conexión directa con la inteligencia artificial: La pascalina automatizaba tareas repetitivas relacionadas con cálculos numéricos.
Hoy día los sistemas basados en IA automatizan patrones mucho más complejos: desde traducción entre idiomas hasta generación creativa tanto visual como textual.
El filósofo y matemático francés Cédric Villani caracterizó a la pascalina como “algo más grande que una simple máquina”, describiéndola como un objeto representativo “de todo un capítulo dentro nuestra historia”. No solo por su mecánica ingeniosa sino también porque implica aceptar que parte nuestras capacidades cognitivas pueden ser trasladadas hacia dispositivos externos.
De la pascalina a la IA: qué se automatiza ahora
Mientras aquella pascalina liberaba a los recaudadores del tormento causado por sumar interminables columnas numéricas, hoy día la IA contemporánea libera (o desplaza) tareas muy diferentes:
El proceso involucra el reconocimiento de patrones, ya sea de voz e imágenes o de fraudes financieros. También incluye la capacidad para generar contenido: texto original o código informático, así como música o diseños gráficos.
Y no olvidemos su papel crucial en decisiones asistidas: diagnósticos médicos o recomendaciones comerciales son solo algunos ejemplos.
La diferencia radica no solo en la potencia, sino también en el propio nivel conceptual: La pascalina operaba bajo reglas estrictas, visibles e inteligibles para cualquiera dispuesto a abrirla y observar sus engranajes.
En cambio, los modelos modernos basados en IA funcionan mediante millones, o incluso miles de millones, de parámetros difíciles incluso para sus propios creadores de interpretar.
Sin embargo, hay similitudes fundamentales entre ambas lógicas: se identifica alguna tarea humana siguiendo ciertos patrones más o menos regulares. Se construye entonces un sistema capaz de permitir su exteriorización.
La sociedad evalúa qué beneficios se obtienen respecto a la eficiencia frente a qué aspectos son sacrificados respecto al control o la comprensión.
Con aquella primera pascalina, parece casi inocente cuestionarse si deben los recaudadores utilizar máquinas para evitar errores; hoy día las discusiones sobre IA abarcan empleo, privacidad, desinformación, creatividad e incluso poder político. Es evidente que lo único que ha cambiado ha sido la escala, pero no la naturaleza.
Lo que puede enseñarnos una caja maderera sobre IA
La historia detrás de esa pascalina nos deja varias lecciones valiosas aplicables al presente:
Ninguna tecnología triunfa únicamente porque sea brillante. Aunque avanzada tecnológicamente, su elevado coste junto con su complejidad productiva limitaron su impacto inmediato. Hoy día la IA enfrenta su propia versión de dicho problema respecto a los costes computacionales, energéticos o relacionados con los datos.
El valor simbólico es significativo. Francia discute la exportación de alguna pascalina, pues representa la cuna de la aventura informática nacional. La carrera global hacia la IA también implica identidad, prestigio e influencia.
Cada proceso automatizado reabre la misma pregunta clave: ¿qué parte de la labor humana resulta realmente irrenunciable? Pascal comenzó abordando cuentas fiscales, mientras la IA actual apunta hacia la toma de decisiones complejas.
Cuatro siglos después, aquella sencilla caja maderera llena de ruedas dentadas sigue recordándonos cómo aquella primera vez en la que una máquina reemplazó parte del razonamiento humano significó un cambio radical… aunque nunca llegó a colapsar el mundo tal cual lo conocemos.
