El autócrata santurrón

No es cierto que Zapatero se haya cargado la Constitución al anunciar el respeto a la decisión de los vascos –el ámbito vasco de decisión por el que han sido asesinados mil españoles- o sea, la concesión del derecho de autodeterminación, el reconocimiento de una soberanía independiente del resto de España y el triunfo de quienes mantuvieron cuarenta años de terror por ello. La Constitución de 1978, a la que tantos méritos reconoce el gran santurrón, el iluminado gangoso venido para salvarnos, ya había sido convenientemente pasada por la piedra con el Estatuto de Cataluña, que por eso era tan importante en el camino trazado junto a ETA tiempo atrás. Lo único que ha hecho ZP ha sido quitar otro velo a lo que está más que escrito, confirmar con matemática precisión un nuevo paso en la construcción de una España de naciones impuesta por los nacionalismos -y usufructuada por él- al resto de los españoles.

Tampoco es verdad que vaya a pagar un precio político por ello, es decir, que vaya a adoptar medidas políticas forzado por la presión del terror y el crimen como resultado final de la negociación. Ya las ha hecho, las cesiones y la negociación. Ahora sólo están representando ante sus respectivos públicos que, a modo de clá, aplauden, unos desde el Gara, y otros desde la inmensa corte mediática nazional-socialista con la que cuenta ZP.

De ahí la necesidad de cumplir el calendario pactado. Un día después de la aprobación en el Congreso del Estatut, anuncio de tregua ‘permanente’ de ETA. Y, a cambio, antes del 30 de junio, aceptación del ámbito vasco de decisión, del nuevo sujeto de soberanía que es el –hasta ahora- fantasmal pueblo vasco, y del derecho de ese nuevo ente soberano a autodeterminarse sin más límites que el respeto a las normas democráticas, o sea, votando. (Zapatero está firmemente decidido a no consentirles que estén con las pistolas encima de las mesas electorales: sólo les dejará llevarlas en la cintura….)

Con ello, además, ZP, en nombre de una España con la que no ha contado en absoluto, ni piensa contar, reconoce que ese pueblo vasco es una cosa distinta del español; que, por tanto, lo que ha habido es un conflicto entre los dos pueblos; que, pobrecitos, los débiles tuvieron que salir a matar gente porque no se les reconocía su derecho a decidir, aunque contaran con una situación de privilegio sin parangón en el mundo mundial; y que, al fin, «ha llegado un ángel», como en la segunda película de Marisol, el enviado celestial surgido del 11-M a «colmar el anhelo de paz» de unos pueblos que estaban en guerra sin saberlo. Desde luego, si hubiéramos sabido que era una guerra, hoy no quedaría un etarra.

Creíamos que de lo único que se trataba era de una banda de delincuentes nazis, crueles y rebosantes de odio, que pegaban tiros cobardes en la nuca y ponían bombas a las niñas en nombre, encima, de la ideología más detestable que podamos concebir: el racismo sabiniano, esa noción social y moral por la que los hombres se dividen entre vascos puros –hoy ya más en sentido ideológico que estrictamente racial, con matices, según se trate de PNV o ETA-Batasuna-, legítimos possedores de derechos y dignidad; y vascos manchados de sangre española o simplemente maquetos de corazón, indignos incluso de la condición humana, y cuyo horizonte no es otro que el silencio o el exilio, la aceptación de una ciudadanía disminuida, de una especie de protectorado interior bajo control de los puros.

Y con quienes han matado, extorsionado, envilecido y mutilado en nombre de tan nobles convicciones, se va a sentar el presidente de España en un foro que ha bautizado, para mayor coña, con el apellido de «Humanitario». Allí darán oficialidad a la salida de los presos, mientras en la otra mesa, mayoritariamente nazionalista y con el PS(O)E de López de mamporrero, se hará igualmente oficial el nuevo Plan Ibarreche –aunque sus réditos ya no serán sólo para el PNV, razón por la que se les rechazó entonces, por adelantarse y buscar el botín para ellos solos-, cuya votación equivaldrá al referéndum de autodeterminación, y en virtud del cual Euskalherría será reconocida como nación asociada a través de un pacto bilateral con España. En el bien entendido de que el único poder aceptable en la nueva nación habrá de ser, como hasta ahora, el nazionalismo, en sus diversas variantes, con una pequeña participación para el PSEbre, a cambio del apoyo nacionalista en el parlamento del nuevo Estado plurinacional para su Gran Hacedor, para el nuevo padre de la Patria Plural: Zapatero for ever.

Un poder personal garantizado y el fin de la democracia. Fernando VII, otra vez. Seguramente por eso, para añadir humillación a la humillación y sorna a la cobardía, se fue a anunciar el fin de la nación española delante de la vitrina de la Constitución de 1812, de aquella que iniciaba la esperanza, de aquella que nos sacaba de la condición de súbditos para convertirnos en una nación de ciudadanos iguales por encima de los estamentos, de la sangre, del origen, de los fueros que hoy vuelven; de aquella sobre cuya traición «el rey felón» iniciaba nuestra quebrada y frustrante historia constitucional, la tragicomedia de un país maldito para la democracia entre espadones, santurrones, esparteros y zapateros. De aquella que sí intentaba «colmar el anhelo» de libertad que los miserables le han impedido alcanzar siempre a esta España cuya historia es «la más triste de todas las historias, porque termina mal» (J. Gil de Biedma).

CONTRIBUYE CON PERIODISTA DIGITAL

QUEREMOS SEGUIR SIENDO UN MEDIO DE COMUNICACIÓN LIBRE

Buscamos personas comprometidas que nos apoyen

COLABORA

Lo más leído