El Gobierno Residual

En un Estado residual, como muy bien lo ha definido Maragall, el Gobierno no puede ser otra cosa que residual también. Todo lo que hemos sufrido este verano, la exhibición de incompetencia seguramente más fastuosa desde el bichito de la colza, la abducción de ZP y sus ministros, la inercia de un país descompuesto que ardía por un costado, era invadido por el otro, permitía a todas las mafias instalarse cómodamente ante la práctica desaparición de los mecanismos de control, o volvía a acudir a las rogativas como único instrumento ante una sequía devastadora, es la metáfora de esa fragmentación que nos va devorando.

Y todo, mientras, paralelamente, asistimos a la multiplicación de una burocracia cada día más inútil, más aplastada por su propio crecimiento y por la desmoralización de quienes la sirven. El Estado español, señores, en efecto, se está yendo a tomar por saco sin que nadie quiera verlo, dirigidos por ese hombre providencial que es ZP, el optimista.

Un ejemplo más: unifican la dirección de la Policía y la Guardia Civil, pero autorizan el despliegue cada vez mayor de las policías nacionalistas, de las que se puede esperar cualquier cosa menos colaboración. Y por supuesto, con tales ejemplos de desigualdad en el trato (las policías autonómicas se las pagamos todos), y ante la ausencia del Estado como garante de la seguridad, las demás ‘naciones’ se ven obligadas a crear sus propios cuerpos policiales, perentoriamente exigidos por los ciudadanos que, sobre todo en las zonas rurales, son víctimas de agresiones y robos permanentes. Y así, como Penelope cretina, el PSOE de ZP unifica por un lado aquello cuya disgregación multiplicada propicia por el otro.

Los gobiernos anteriores, aun gravemente responsables también, asintieron a las presiones y chantajes nacionalistas a regañadientes. González, el mismo que sonreía hace poco al dar la mano a uno de los gobernantes más siniestros del planeta, el persa chiita Amadhineyad, quiso ordenar, con el apoyo de AP, el desastre con la LOAPA, que incluso amputada por esa desgracia para España que ha sido el Tribunal Constitucional, puso algún freno a la parcelación iniciada. Luego, el malvado Aznar intentó sensatamente dar por terminadas las transferencias –el proceso eternamente abierto en el que se basan los nacionalistas para mantener su imperio- y se le echaron en la yugular, la izquierda la primera, bajo las acusaciones de españolista, centralista, franquista y reencarnación de Robespierre en facha. Ejemplar.

Pero al contrario que sus antecesores, lo que distingue a la gobernación sonrisiva de ZP es que es él quien dirige y alienta, con su alegría de colegio mayor progre, la desmembración del Estado, hasta convertir su Gobierno, efectivamente, en residual. Canarias y Galicia constituyen auténticos modelos de lo que nos pasa. El nazionalismo gallego del BNG, apoyado en un socialismo tan nacionalista o más, según el modelo catalán que se va imponiendo en todos los psoes, asiste impasible a la quema de Galicia que ha provocado con su exigencia de que las brigadas contra el fuego hablen gallego (esto no debe contarse por Europa, porque, además de deshuevarse, aumenta su convicción de que lo mejor que podían hacer es echarnos de la Unión), hasta que tienen que acudir a la ayuda del ‘ejército de ocupación’ del mismo Estado del que anhelan separarse.

Lo mismito que el nacionalismo canario, que también se sueña nación, pero que quiere ahora que compartamos su invasión los ‘godos hediondos’ colonialistas de la Península. Como ejemplo, los quinientos menores ilegales que se van a repartir por aquí, cuando atenderlos es obligación excusiva de ellos. ¿No apoyaron a ZP? ¿De qué se quejan? ¿No asintieron a la derogación insolidaria del trasvase del Ebro? ¿Cómo pueden venir ahora a pedirnos solidaridad?

Pero lo más significativo de todo son las consecuencias que ya empezamos a disfrutar del Estatuto catalán. Frente a todos los tontos que decían que España no se rompía, como si se fueran a abrir simas en las rayas de los mapas, confundiendo al país con el Estado que lo vertebra, Maragall siempre dijo y sigue diciendo la verdad. Por eso lo detestan los suyos, porque los pone en evidencia, porque con la sinceridad y el orgullo que le son propios no esconde todo lo que él ha conseguido para Cataluña a costa de los demás. Y, sobre todo, no esconde que España es hoy prácticamente la que el catalanismo soñó: un Estado confederal, residual (ya sólo controla el 20% del dinero público en Cataluña), por tanto, en cuanto a competencias, en el que la Generalitat ocupa una situación de privilegio al haberse convertido en interlocutor igualitario del propio Estado.

Y eso, señores de la izquierda plural, es bastante singular: que les han dado ustedes el poder para determinar la pasta que van a sacar de la caja de todos. En suma, que ellos, los más ricos, deciden cuánto quieren y por ley. Da igual que sea CiU o un PSC que, desgajado hace muchos años del propio PSOE, negocia hasta los presupuestos como el gobierno de coalición que es en la práctica, y que en la próxima legislatura tendrá incluso grupo parlamentario propio, en un claro salto adelante, hasta 1979, que es, en el fondo, donde vive un ZP que sueña ser el Suárez rojo ante el espejo de la Transición.

Y entretanto, como al socialismo andaluz se le va a ver el culo si se aplica a todos el mismo criterio de reparto según el PIB, Chaves exige que a ellos se les invierta por población. O sea, que aquí cada uno se sirve en el self-service de ZP. Si eres socialista, bien sur. ¿A que no sospecha nadie dónde van a dejar de ir las inversiones del Estado? ¿Quiénes seguirán sin trenes, sin juzgados, sin policías?

En fin, que el Estado que soñábamos como garantía de libertad, de igualdad, de redistribución de la riqueza, de seguridad y defensa, es hoy una inmensa maquinaria repartida a pedazos, quebrados los engranajes y, por tanto, carísima e inútil. Al punto de que, como hemos podido comprobar estos últimos meses, da igual que tengamos gobierno como que no. Sólo es un residuo guiado por una máscara.

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