Habrá que llamar al Cid

A este paso habrá que llamar al Cid y pedir el reingreso en la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, esas cosas que repetíamos como loros y que ahora, tantos años después, en estos “días de la ira” musulmana, empezamos a entender en toda su plenitud.
Entonces crecíamos heroicos perdidos, y acaso por eso, por el rechazo “al padre”, al Régimen (aquel régimen en mayúsculas), en cuanto tuvimos uso de razón nos abocamos al rechazo radical de todo aquel mausoleo de guerreros hispanos, santos de calceta y monjas llagadas, cosas que, por lo demás, a mi generación le llegaron ya bastante desleídas.

Castellanos y aragoneses, porque junto al Cid de Castilla y Samuel Bronston, aparecían los almogávares de Aragón conquistando imperios en el Mediterráneo. Hoy, curiosamente, en esta España cobarde y entregada a los nacionalismos, mientras al Cid lo hemos expulsado a las tinieblas, hasta convertirlo en un simple bandido de frontera, y eliminado en la práctica de la enseñanza (como casi toda la literatura), en la Cataluña nazionalsocialista de Carod y Montilla, esos grandes catalanes conversos que dirigen el aplastamiento oficial de la lengua de todos, los jefes almogávares Roger de Lauria y Roger de Flor, auténticos mercenarios al frente de una hueste feroz formada esencialmente por aragoneses de Teruel, son elevados cada día al cielo catalanista del imperio perdido, de esa Cataluña imaginaria que añora eternamente la independencia que nunca tuvo, la nación que nunca fue en el sentido moderno de la palabra, y el monolingüismo desaparecido desde el siglo XV, con el primer Trastámara, y entre cuyas élites -aristocracia de un estado medieval compuesto, la Corona de Aragón, con distintos dialectos romances- podemos decir que nunca existió.

En aquella circunstancia irrepetible, estábamos obligados a desmitificar por elementales razones de salud intelectual y moral. El empacho de una simbología propia de cuarenta años atrás, carcomida por el abismo que el propio Régimen había creado entre el primer proyecto autárquico y nacionalcatólico, y la realidad de un país que ya iba en seat 600 y hasta en 124, exigía ese alejamiento de unos mitos convertidos en farsa a los ojos de aquella juventud que fuimos. Y sin embargo, hoy sabemos que fue un error, que identificar a Franco con España, que era lo que él buscaba, nos dejó sin España. Y así le pasó al pobre Cid, que se vio en pecado sin comerlo ni beberlo, ya no bajo siete llaves, como habían propuesto los regeneracionistas de fines del XIX, sino transformado de héroe nacional y figura legendaria, en fantoche para unos universitarios volcados en la corrosión de todo lo que oliera a ‘nacional’.

Y es que en el Cid, además de cristiano y vencedor de la morisma, se daban otras condiciones que chocaban con el ‘ambiente’ de aquellos días: el predominio de las concepciones marxistas de la economía y de la historia, y el creciente prestigio de los nacionalismos periféricos como opositores a Franco. En suma, dos colectivismos, marxismo y nacionalismo, que, si entonces parecían relativamente incompatibles, unidos sólo por la coyuntura ‘subjetiva’, hoy vemos amartelados en defensa de los totalitarismos, sean nacionalismos, islamismos, indigenismos o dictaduras encubiertas de populismo. En fin, claro, en defensa de sí mismos.

El Cid era, pues, dos cosas muy mal vistas: castellano e individualista. Como castellano, encarnación del nefasto centralismo, de ese supuesto aplastamiento con que Castilla había sometido al resto de las ‘naciones’ hispanas. El Cid y toda la literatura castellana eran culpables para nosotros. En las páginas del ‘Alborg’ (así conocemos los filólogos de entonces al principal manual de Historia de la Literatura Española) parecía dibujarse -aunque sólo estuviera en nuestra mirada- una España castellanista excluyente de las periferias, mientras se ignoraba a la ‘brillante’ España musulmana expulsada de nuestro suelo por la «insidiosa» Reconquista, tal y como ha dicho el que fuera jefe de informativos de Franco, Juan Luis Cebrián, prodigioso antifranquista a partir de que se muriera su antiguo jefe, modelo de muchos otros ‘revolucionarios’ siempre a favor de la corriente. Por no entrar en ese Al-Andalus de momentos espléndidos, pero igualmente mitificado, del que nadie señala sus oleadas de fundamentalismo, el fanatismo de sus alfaquíes y sus recurrentes degollinas religiosas.

En cuanto al individualismo del Cid, lo fuimos descubriendo más tarde. No tanto del Cid real, del que poco sabemos, como del Cid del Poema, cuyo estudio nos fue poniendo ante la verdad del mito, es decir, ante las razones que podían explicar su valor como tal. Y resultaba que aquel personaje literario era un hombre de una pieza, leal, honrado, generoso, noble, capitán ejemplar y, sobre todo, encarnación de la virtud que había hecho grande a Castilla: su defensa de la igualdad de todos los hombres frente al clasismo leonés, de la libertad de juicio y de la dignidad como valores supremos que le habían llevado a enfrentarse a su nuevo rey (leonés) y al destierro. Es decir, de un concepto de la lealtad absolutamente alejado de la sumisión, la cobardía y el silencio frente a los poderosos, sin que ello le convirtiera sino en el súbdito ejemplar, el que acepta la autoridad del rey, sí, pero sólo cuando el rey demuestra que no ha trasgredido la ley a la que se debe el primero.

Y son esas virtudes las que le llevarán a reconquistar con su valor el aprecio perdido. Las que le ganarán la admiración de los suyos y hasta de sus enemigos. Las que le conducirán a enfrentarse a la morisma fundamentalista y a derrotarla: la valentía, la generosidad, la dignidad, el servicio a ese país que lo ha desterrado. La misma morisma integrista que cada cierto tiempo, después de la caída del Califato, invadía la España taifa para terror de tibios, y a la que hemos vuelto a ver estos días, vociferante, brutal, alimentada por el odio y la histeria fanática, en espantosa demostración, cada vez más innegable, de que el islamismo no es un accidente, sino el Islam.

Al ver esas mareas temibles, he pensado que habrá que llamar al Cid. O a Zapatero, el abrazador. Esa es hoy la elección de Occidente.

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