Pedro José

En la España de las facas y la difamación, la cabeza debe cuidar de no pensar o no decir nada que no esté conforme con al menos una de las sectas. Lo que es suicida es declararse y ejercer de liberal sin bando, dedicarse a escribir en los papeles y airear las bajezas de unos y de otros, el ansia inacabable del poder. Acabarán contigo, te exterminarán civilmente o te infamarán con cuantas armas estén a su alcance, que siempre son demasiadas. Eso con suerte. Muchos habrían querido darle garrote, como a Mariana Pineda, o como mínimo enviarlo al exilio, el destino de los liberales españoles desde Fernando VII.

A Pedro J., el Pedro José al que se referían sus incontables enemigos, a pesar de su extraordinaria trayectoria e influencia, han terminado por echarlo del periodismo. Sobre todo de la posibilidad de decidir qué se publica y qué no, que es de lo que se trata. No respetó siquiera esa máxima castellana que estableció Rojas Zorrilla en su drama clásico: “Del rey abajo, ninguno”. Para él, ni el Rey. Tuvo sus luces y sus sombras, sus clamorosos errores económicos y la vanidad de la fama y la fortuna. Pero a él le debemos el conocimiento de buena parte de las cloacas de esta democracia tantas veces inmunda. Y también la constatación de que, frente al regreso de las tiranías mesiánicas que hoy nos ofrecen como salvación, la fuerza de las democracias es la verdad inevitable, si la sirven hombres libres. Ojalá que no tengamos que echarlo demasiado de menos.

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