El falangista, el comunista y la democracia

Se trata del único y extraordinario caso en que, desde el Cid (“Oh, Dios qué buen vasallo, si oviese buen señor”), podemos decir que España encontró un señor digno de su pueblo. No de todo el pueblo, por supuesto, pues el búnker intentó merendarse a Adolfo Suárez y darle varios golpes de Estado (y en el que se dio, si se dio, el búnker sólo fue una marioneta); por su parte, los suyos, es un decir, aquella UCD de gallos tronados, fue la tabla de pinchos sobre la que se acostaba en cada consejo de ministros; y la izquierda, lo peor de la izquierda, la izquierda sobrevenida, la que había sido del Régimen o neutra hasta una noche, y a la mañana siguiente se había despertado socialista de toda la vida y con el poder a su alcance, esa izquierda le puso todos los obstáculos que pudo, lo llamó tahúr, colaboró hasta con el diablo contra Suárez, pues les importaba su hegemonía mucho más que la democracia.

Sólo los comunistas estuvieron con él, en la misma medida en que tuvo el coraje de devolverlos a la legalidad: no podía haber democracia en España sin la principal fuerza de oposición a la Dictadura, que no fue en ningún caso el PSOE, que no hubo, sino el PCE, en el que estuvimos o con el que colaboramos todos los jóvenes inquietos de aquellos años. Y que supo ser el cauce final en el que acabaron las mil quinientas sectas prochinas, troskistas y estalinistas de unos movimientos que confundían la libertad con aquellas otras tiranías mucho peores que el franquismo. La posición de Carrillo, más allá de su pasado, su pacto con Suárez fue lo que hizo posible la democracia en España. Un falangista y un comunista, qué curiosa alianza de gentes muy poco partidarias en teoría de las democracias burguesas, son los que nos trajeron la libertad y el final de las rencillas civiles, que sólo mantuvieron los miserables totalitarios de la ETA, asesinos racistas que han intentado durante treinta años poner fin a esa democracia.

Pero la gran mayoría, esa vez sí, el pueblo, el buen pueblo español, siempre sufrido, le dio un apoyo imprescindible para un cambio tan extraordinario como el que sus medidas produjeron y su audacia nos presentó como naturales e irreversibles. Los jóvenes, claro, lo combatimos. Nos decían que nos engañaba y nosotros a la calle, a pedir amnistía, estatutos y anarquía, que era lo nuestro. En el fondo, sin embargo, nos estaba dando todo lo que habíamos esperado: elecciones libres, legalización de los partidos, Constitución y regiones.

Lo de las regiones nos lo podíamos haber metido por salva sea la parte, pero hasta en eso, que tantas veces se le ha discutido, acertó: nos dio regiones a todos, pues todos teníamos derecho a ser iguales. Satisfizo la eterna reclamación nacionalista, aunque estos no tengan hartura y ya haya llegado el momento de mandarlos a tomar por retambufa, pero no se plegó a la desigualdad. Fue una improvisación genial para construir un Estado federal, o sea, igualitario, sin que se enteraran del todo ni los centralistas ni los confederales vascos y catalanes, esa cruz. Inventó dos vías (art. 151 y art. 143 de la nueva Constitución) que llevaban a una equiparación final, con distinciones de partida, pero no de llegada. Café para todos, sí, por supuesto, eso de lo que tanto se quejan los que sólo quieren café para ellos. Pues que se jodan. Y, además, es ridículo pensar que se hubieran contentado. Su razón de ser es el descontento. Si fueran felices con sus estatutos, como lo somos los demás, que nos importa un pijo el estatuto, perderían el poder. Desaparecerían.

La gente lo que quería era paz, trabajo, libertad y un poco de justicia. Un horizonte de prosperidad, vacaciones, viajes al extranjero, prolongar, mejorándolo, lo que habían sido los años del desarrollo, entrar al fin en Europa, que era vista, oh ingenuos, como la parte más alta del cielo, aunque fuera un cielo muy aburrido. La gente quería normalidad, poder vivir sin tener que ocuparse demasiado de la política. O sea, como un europeo, ese sitio donde se discute sobre el alcantarillado sin que aparezcan de inmediato las trincheras y los insultos.

Conseguir eso fue lo que guió a Suárez, un profundo patriotismo en el mejor de los sentidos, en el de mejorar España y no ponerse nunca por encima de ella. Seguramente porque estaba y estuvo siempre solo, sin tener que atender a ese pesebre eternamente insatisfecho que son los partidos, pudo llevarnos a la libertad, a la concordia que duró hasta que la izquierda perdió el poder y decidió, como siempre, que la calle era suya y no de Fraga, y apareció luego Zapatero, el Antisuárez, la ZiZaña, el autor y la metáfora de nuestro hundimiento y de estos diez últimos años de zanjas y regreso al odio y el enfrentamiento.

Pensar en Suárez hoy produce, pues, más melancolía que tristeza. No sabíamos lo importante que había sido, no lo valorábamos ni lo valoramos nunca lo suficiente, hasta que la Historia nos ha permitido compararlo con quienes le sucedieron. Lo mismo nos pasa cuando comparamos al Carrillo de entonces, o a aquellos hombres honrados que fueron Iglesias y Anguita, aun en el desvarío final del califa, con el vano tontucierío que les sucedió al frente del PCE y de IU.

Lo que la memoria nos pone delante es la evidencia de nuestra propia degradación, de que será muy difícil que vuelva a haber un hombre como Suárez, aquel que fue no sólo digno señor, sino mejor que unos vasallos que lo despedimos sin darle las gracias siquiera, para sustituirlo por las bandas que vinieron después. Llorémoslo, desde luego, porque esas lágrimas son también por nosotros.

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