Aumentan los secuestros y los ataques yihadistas en dos frentes africanos

Nigeria: 215 estudiantes secuestrados de una escuela católica en medio del silencio mundial ante las masacres de cristianos

La nueva ola yihadista en Mozambique reactivan la alarma internacional por la violencia contra civiles y minorías religiosas en el continente africano

Nenche Steven, 7 años, macheteado por ser cristiano, tras matar a su familia
Nenche Steven, 7 años, macheteado por ser cristiano, tras matar a su familia. PD

Lo más vomitivo es el silencio mundial, la pasividad con la que se asiste a la masacre.

La noche se instaló en Papiri, al oeste de Nigeria, con la habitual calma de la vida rural.

Sin embargo, esa tranquilidad se vio interrumpida cuando hombres armados asaltaron el internado católico St. Mary’s, llevándose consigo a decenas de estudiantes y profesores.

Este es el segundo ataque de este tipo en menos de una semana, según informan medios locales, lo que ha generado una ola de indignación por la creciente violencia que afecta a las comunidades cristianas en el país más poblado del continente africano.

El asalto a St. Mary’s se extendió durante dos horas, desde la 1 hasta las 3 de la madrugada, sin que hubiera fuerzas militares cercanas que pudieran intervenir.

Aunque aún no hay un número confirmado de víctimas, se estima que al menos 52 personas, en su mayoría menores, fueron raptadas en esta última incursión.

Las autoridades de Níger han movilizado efectivos de seguridad a los bosques aledaños, pero la incertidumbre y el miedo siguen dominando la región.

El secuestro de escolares, particularmente en centros cristianos, se ha convertido en una táctica habitual para grupos armados, muchos vinculados a insurgencias islamistas como Boko Haram o el Estado Islámico de África Occidental.

Estos grupos buscan sembrar el terror entre la población, obtener rescates económicos y, en ocasiones, forzar conversiones o adoctrinamiento.

En 2021, otro ataque tuvo lugar en el estado de Níger contra el Government Science College, donde más de 40 personas fueron secuestradas, mayormente estudiantes. Desde entonces, tanto la frecuencia como la brutalidad de los ataques han aumentado. Las zonas rurales, difíciles de acceder y con escasa presencia estatal, se han convertido en objetivos fáciles.

La respuesta gubernamental es contundente en sus declaraciones; sin embargo, resulta insuficiente ante el enorme desafío que representan estos grupos armados.

El trasfondo: violencia religiosa y crisis de seguridad

Nigeria está dividida entre un norte predominantemente musulmán y un sur cristiano; esta división ha propiciado un aumento alarmante de la violencia sectaria. El secuestro de estudiantes cristianos alimenta una percepción generalizada de persecución y agrava tensiones históricas. Las comunidades cristianas sienten que están desprotegidas y experimentan una creciente vulnerabilidad ante estos ataques.

El gobierno federal sostiene que está tomando medidas al respecto; no obstante, la realidad sobre el terreno es innegable: los grupos armados operan con total impunidad. En muchos casos, los rescates exorbitantes exigidos por los secuestradores —como los 100 millones de nairas solicitados recientemente— complican aún más la resolución de estos casos y perpetúan un ciclo violento.

Mozambique: el resurgimiento del yihadismo en Cabo Delgado

Mientras Nigeria enfrenta este flagelo del secuestro masivo, Mozambique vuelve a ser escenario de una insurgencia yihadista que resurge con fuerza.

En Cabo Delgado, al norte del país, el grupo Ahlu Sunna Waljama’a (ASWJ), vinculado al Estado Islámico, ha intensificado sus ataques tras varios años de relativa calma. El conflicto iniciado en 2017 ha dejado más de 6.000 muertos y más de dos millones de desplazados.

Este resurgir del extremismo tiene lugar dentro de un contexto marcado por crisis políticas y sociales. Las disputadas elecciones presidenciales celebradas en octubre de 2024 han desencadenado violencia postelectoral que ha exacerbado tensiones preexistentes e impulsado avances insurgentes.

La falta de servicios públicos adecuados, junto con una pobreza crónica y una sensación generalizada de abandono estatal han alimentado tanto el discurso radical como las capacidades para reclutar nuevos miembros para el Estado Islámico en esta región.

Recientemente, los ataques no solo han afectado a civiles y fuerzas del orden; también han golpeado infraestructuras críticas y reservas naturales. Un asalto reciente a la Reserva Especial de Niassa dejó al menos diez muertos entre guardabosques y trabajadores dedicados a proyectos conservacionistas.

Aunque alguna vez contaron con hasta 3.000 combatientes, ahora los insurgentes operan con una fuerza más reducida pero siguen siendo capaces de realizar ataques estratégicos antes de dispersarse rápidamente.

Factores agravantes y respuesta internacional

El contexto internacional complica aún más esta problemática. La disminución en ayuda humanitaria y programas solidarios por parte países como Estados Unidos ha creado un vacío que los grupos extremistas están aprovechando para ganar terreno e imponerse como alternativa frente a un Estado ausente o desacreditado.

Aunque tropas extranjeras —en especial las procedentes de Ruanda— han logrado estabilizar temporalmente algunas áreas críticas, su presencia también suscita tensiones locales debido a percepciones sobre su prioridad hacia intereses económicos (como proyectos relacionados con gas natural) por encima del bienestar comunitario.

Por otro lado, los insurgentes han adaptado su estrategia: además del uso indiscriminado de la violencia buscan legitimarse ante las comunidades mediante actividades asistenciales como reparto alimentario o organización colectiva para rezos; imitando así tácticas empleadas por otros grupos extremistas ya conocidos en Siria o el Sahel. Sin embargo, su brutalidad sigue alejando a amplios sectores sociales mozambiqueños que podrían haber sido simpatizantes potenciales.

Una ola violenta que no conoce fronteras

Lo ocurrido recientemente en Nigeria y Mozambique no son meros incidentes aislados; son síntomas evidentes de una tendencia alarmante que recorre África subsahariana: el incremento incontrolable de la violencia armada junto al retroceso generalizado en materia seguridad para comunidades vulnerables —especialmente aquellas pertenecientes a minorías religiosas—.

Los secuestros masivos junto con la expansión del extremismo reflejan lo frágiles que son los Estados actuales frente a estos desafíos complejos y cómo resulta difícil articular respuestas efectivas que integren seguridad con justicia social o desarrollo sostenible.

La comunidad internacional observa cada vez con mayor preocupación cómo avanza este fenómeno del terrorismo junto con la violencia sectaria sobre terrenos previamente consolidados durante años pasados. Sin una estrategia integral capaz abordar las raíces sociales, económicas y políticas detrás del conflicto actual; ese ciclo violento parece destinado a perpetuarse indefinidamente.

En este sombrío panorama cotidiano miles familias africanas continúan viviendo bajo el peso del miedo e incertidumbre mientras anhelan un futuro marcado por algo menos violento.

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