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¿El Cristo y la medalla? ¡Talismanes!

Ángel Sáez García 04 Mar 2025 - 14:00 CET
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¿EL CRISTO Y LA MEDALLA? ¡TALISMANES!

ESCRITO EN LA PIZARRA AZUL DEL CIELO

O EN EL SUELO EMPEDRADO DE UN PASEO

La pasada noche, durante el ¿profético? sueño al que mi inconsciente ha juzgado oportuno darle libre curso, tras aparcar este menda el coche (que no posee, por la sencilla razón de que carece, asimismo, de carné de conducir, ya que nunca se lo ha sacado) en la cornaguesa calle Cristo, he subido andando la larga cuesta que me ha dejado al lado de uno de los dos posibles inicios del paseo de “los Arbolitos”, que he empezado a recorrer con el propósito de dar una vuelta entera al mismo, o sea, pasando, necesariamente, por delante de la escalinata que da acceso a la iglesia parroquial de san Pedro.

A las once de la mañana (dentro del sueño), recién dadas en el reloj imaginado de la torre y espadaña del templo anejo, cuando me disponía a dar mi cuarto o quinto paso, me he fijado que el cielo estaba completamente azul, sin una sola nube. Seguramente, eso es lo que he colegido, al menos, los humildes ángeles barredores, guiados por un arcángel que, más que liderar y mandar, había dado modélico ejemplo, llevando a cabo la misma labor que los demás, se habían encargado de culminar la tarea asignada en un breve espacio de tiempo, pues habían borrado del encerado celestial el color de las nubes y de la tiza normal. Apenas he podido advertir, más a través del sentido del oído (se escuchaba, nítidamente, el arrullo o zureo de las palomas y/o de las tórtolas) que del ojo, cómo acababa de batir sus alas un ángel, al que, por ser más minucioso que el resto o por haberse despistado tal vez, no ha sido tan diligente como el resto, y no le ha dado tiempo de cerrar, antes de ser columbrado por servidor, sus alas (ya que, cuando ocurre ese hecho, como es consabido, los ángeles son invisibles, como otro tanto les sucede a los pliegues del aire, cuando este se halla en movimiento).

Como Lorenzo, a esa hora, lucía sus mejores galas, todo su esplendor, he reparado en que, doce o quince metros por delante, en el lado derecho del recorrido, algo brillaba, y he encaminado mis pasos hacia dicho resplandor para ver de qué se trataba, qué refulgía en el suelo, entre el lecho de piedras. Me he llevado una auténtica sorpresa, entre indignante y reconfortante, porque se trataba de la imagen del Cristo, más bien cristico, por sus párvulas dimensiones, de mi hermano José Javier, su primer dueño, y su cadena respectiva, que (hubiera jurado, ante la presencia de un juez o tribunal de justicia, lo mismo que confieso aquí, de modo veraz) no había perdido en dicho entorno. Entonces, ¿por qué se hallaba allí?, me he preguntado incrédulo, estupefacto. A pesar de mi certidumbre, me he palpado el pecho para verificar el hecho y cerciorarme, y he comprobado horrorizado que no lo portaba colgando, puesto. Casi me da un patatús. Y así ha terminado el sueño.

Esta mañana, nada más despertarme y levantarme de la cama, he abierto el cofre, donde los guardaba, junto con la medalla (en la que aparece la imagen del busto de Jesús de Nazaret en el haz y el de la Virgen María en el envés, o viceversa) y la cadena correspondiente, que llevaba mi progenitora, Iluminada, y heredé de ella, y me los he puesto, me he mirado en el espejo y ya vuelven los dos a obrar en el lugar habitual, mi pecho. Y es que los suelo meter en dicho cofre cuando viajo de vacaciones y vuelo a Canarias, a disfrutar de los últimos días del estío en la mayor de sus islas, Tenerife. Acostumbro a colgarlos del cuello a mi regreso, pero en esta oportunidad eso no había sucedido.

¿Cuál es el significado del sueño? Lo desconozco, de veras, pero está claro que, tras llevar a cabo lo realizado, me he decantado o he optado, a ojos cerrados, por dar validez a esta exégesis. Durante mucho tiempo (el cristico de “Javi”, salvo los días indicados, de asueto, y en los que he tenido que quitármelo por prescripción facultativa, debido a las pruebas médicas que tenían que hacerme o por tener que pasar por el quirófano, siempre ha estado en mi pecho, desde que falleció mi hermano y único mecenas, hace 46 años), lo tomé como un amuleto. ¿Mi finado deudo, desde el más allá, en el que no creo, me quería avisar de que, lejos de mi pecho, podía perder su virtud mágica, sobrenatural? ¿Me pedía que me lo volviera a colocar en el pecho, para que no dejara de fungir de talismán? Está claro, cristalino, que he optado por esta interpretación; pero, como soy un fiel seguidor del padre del falsacionismo, el filósofo austríaco-británico Karl Raimund Popper, acaso mañana o pasado aparezca alguien que me aduzca su explicación, que acaso abata la mía del pedestal en el que la había subido y, siendo honesto, tenga que aceptar, de buen grado, que la suya, interina, provisional, a su vez, mientras nadie ofrezca o proponga otra que la derribe de la peana donde se halla, es la buena, la correcta.

   Ángel Sáez García

   angelsaez.otramotro@gmail.com

Ángel Sáez García

Ángel Sáez García (Tudela, 30 de marzo de 1962), comenzó a estudiar Medicina, pero terminó licenciándose en Filosofía y Letras (Filología Hispánica), por la Universidad de Zaragoza. Casado (con la literatura —en traducción libre, literaria, “si la literatura no lo es todo, no vale la pena perder una hora con ella”, Jean-Paul Sartre dixit—, solo con […]

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