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Mi inconsciente ha vuelto a hacer diabluras

Ángel Sáez García 30 Jun 2025 - 20:00 CET
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MI SUBCONSCIENTE HA VUELTO A HACER DIABLURAS

Esta tarde, durante mis habituales quince minutos de siesta (que no suele superar la barrera del cuarto de hora, salvo que la noche haya sido toledana, o sea, haya transcurrido sin que este menda haya conseguido pegar ojo), mientras me hallaba descansando, plácidamente, en los mullidos brazos de Hipnos o Morfeo, mi subconsciente, que, como el tuyo, atento y desocupado lector (ora seas o te sientas ella, él o no binario) de estos renglones torcidos, también disfruta de la prebenda o el privilegio de ir por libre, ha vuelto a hacer diabluras, porque he tenido un episodio onírico extraño, pero, como noto que me he quedado corto con el dardo arrojado, que no ha dado en el blanco o el centro de la diana, decido lanzar otro venablo y, por ende, agregar un adjetivo que se acerque y/o cuadre o encaje mejor con la realidad, absurdo.

Me he visto en un lugar, entre cuatro paredes y una puerta (de entrada y salida), el suelo y el techo, sin saber cómo había llegado allí, donde he reparado en una interminable alacena con infinitos cajones, que he empezado a abrir; primero, siguiendo un criterio, y, luego, sin él, a voleo; y siempre ha acontecido una de estas dos opciones, o los abría y no hallaba nada en ellos, o los abría y siempre encontraba dentro lo mismo, a una pareja de féminas venustas que vivían juntas, pero, cada vez que les he preguntado si eran pareja, me han contestado lo idéntico, que no eran lesbianas.

A ambas las conocía, porque a una la veía casi todas las mañanas en la biblioteca “Yanguas y Miranda”, de Tudela, y la otra era doctora (es decir, médico; callo su especialidad para no suministrarle datos fehacientes con los que pueda demandarme, en el supuesto de que se sienta agraviada, calumniada o ultrajada por mí, que no tengo ninguna intención de hacer tal cosa, por supuesto, sino solo narrar lo soñado), que, en todos los cajones en los que ellas aparecían, me solicitaban lo mismo; ambas querían tener un hijo conmigo, como si yo fuera un afamado cantante de rocanrol.

A la galena, que conocía mi anatomía y, si no me había visto jamás desnudo, podía imaginarse cómo era, aunque no me hubiera escrutado de cintura para arriba jamás (ciertamente, no recuerdo que eso hubiera acaecido nunca), se le había metido, entre ceja y ceja, y, por tanto, había arraigado, la idea refractaria de que merecía la pena alcanzar ese propósito; y había sido ella la que se había encargado de contagiar y persuadir a la otra de las bondades del fin perseguido, porque, tanto me ponderaba, que me consideraba la doctora apenas un peldaño más abajo que el de genio, lo que resultaba una hipérbole en toda la regla. Yo, para no defraudar a la que desconocía su nombre, he aplicado, a rajatabla, el apotegma de Diógenes Laercio, en concreto, ese que recomienda callar, si cuanto vas a decir no va a mejorar el silencio: “Callando, se aprende a escuchar; escuchando, se aprende a hablar; y hablando, se aprende a callar”, es decir, la pescadilla (sin la letra “ce”, mejor, pesadilla) que se (o me, y ahora sí que pido disculpas por la procacidad o soeza que de dicho aporte cabe colegir) muerde la cola. Como veía a las dos tan ilusionadas con el plan o proyecto que tenían entre manos, he juzgado que, amén de dictamen decente, era oportuno abrirles los ojos, y les he dicho que ese objetivo pudiera verse chafado, frustrado, porque yo podía ser estéril (aunque desconocía o ignoraba el hecho).

He seguido abriendo cajones y más cajones para ver si, dentro de alguno de ellos, podía continuar el hilo de la historia, el del sueño, y, por fin, he abierto uno en el que he inferido que se hallaba una secuela posible, ya que me estaba dando una ducha en casa de ellas; luego, me secaba, me ponía la camiseta, los gayumbos, la camisa, el bluyín, los calcetines, el jersey, me calzaba los zapatos y acudía a despedirme de ellas, que estaban en la habitación, aún en bolas, sentadas en la cama, riéndose a mandíbula batiente, seguramente, cachondeándose del triángulo fallido, que había ocurrido por mi culpa, porque yo había tenido un gatillazo tras otro; y, al enésimo, cuando he comprobado que se estaban tragando las risas que les brotaban, para no desmoralizarme, he decidido decir sanseacabó y poner, así, el mejor broche de oro al fiasco. Y me he visto reflejado, por última vez, en un espejo de cuerpo entero, mirando, a través del cristal de una de las dos ventanas, la playa de La Concha, de San Sebastián, dándoles las gracias y diciéndoles adiós.

   Ángel Sáez García

   angelsaez.otramotro@gmail.com

Ángel Sáez García

Ángel Sáez García (Tudela, 30 de marzo de 1962), comenzó a estudiar Medicina, pero terminó licenciándose en Filosofía y Letras (Filología Hispánica), por la Universidad de Zaragoza. Casado (con la literatura —en traducción libre, literaria, “si la literatura no lo es todo, no vale la pena perder una hora con ella”, Jean-Paul Sartre dixit—, solo con […]

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