La reciente polémica diplomática entre México y España ha puesto en la mesa, una vez más, la espinosa cuestión de cómo enfrentar el pasado y construir un futuro respetuoso entre dos naciones que comparten una historia común y compleja.
La controversia se desató cuando la presidenta electa de México, Claudia Sheinbaum, decidió no invitar al rey Felipe VI a su toma de posesión, rompiendo con lo que el gobierno español considera una “costumbre” en las tomas de posesión a nivel internacional.
La reacción desde Madrid no se hizo esperar: calificaron la decisión de «inaceptable» y decidieron no participar en la ceremonia de investidura «a ningún nivel». Para el presidente del gobierno español, Pedro Sánchez, se trata de una afrenta, considerando que, en sus palabras, «España y México somos hermanos». Pero, ¿realmente la omisión de una invitación constituye un agravio o estamos hablando de algo más profundo?
Sheinbaum justificó su decisión refiriéndose a un evento que aún retumba en la memoria colectiva de ambas naciones: la carta enviada en 2019 por el presidente López Obrador al rey Felipe VI, en la que solicitaba una disculpa por los «agravios causados» durante la conquista de México. Esa carta, que jamás recibió una respuesta directa y fue filtrada a los medios, fue percibida por el gobierno mexicano como una falta de respeto y, desde entonces, ha tensado las relaciones bilaterales.
En el fondo, este episodio no es más que una continuación de una narrativa que López Obrador ha promovido desde su llegada al poder: el reconocimiento de los pueblos indígenas y la reivindicación de una historia en la que la conquista española dejó heridas profundas. Para él, el silencio de la monarquía española ante la solicitud de disculpas es una muestra de la falta de reconocimiento de esa realidad.
Sheinbaum, al alinearse con esta postura, busca dar continuidad a la política de su predecesor, subrayando que en su gobierno “el reconocimiento de los pueblos indígenas es fundamental”. Con esta decisión, envía un mensaje claro: las relaciones bilaterales con España deben pasar primero por un acto de reflexión y de reconocimiento histórico. No se trata de una ruptura, como ella misma ha aclarado, sino de una demanda de respeto a la memoria y a la identidad del México actual.
Ahora bien, ¿es justificado el malestar de España? Para el gobierno español, el pedido de disculpas de López Obrador en 2019 y, ahora, la no invitación al rey, son percibidos como ataques directos a su historia y su identidad. Afirman que juzgar los eventos de hace 500 años con ojos contemporáneos es un error. Desde su perspectiva, los vínculos económicos, turísticos y culturales que ambas naciones comparten son prueba suficiente de que se ha sabido construir una relación fructífera a pesar del pasado compartido.
Lo que resulta claro es que estamos ante un choque de narrativas y sensibilidades. Mientras que para el gobierno mexicano es crucial la reivindicación de su historia y la afirmación de su soberanía, para España se trata de defender su dignidad y su visión de una historia compartida sin revanchismos. En este tira y afloja, la pregunta es: ¿es posible construir una relación basada en el respeto mutuo sin antes abordar las heridas que siguen abiertas?
En este sentido, la postura de Sheinbaum de abrir un nuevo «entendimiento» suena a un intento de tender puentes. Pero no cualquier puente: uno que pase por el reconocimiento de los pueblos indígenas y la aceptación de una memoria histórica compartida. Solo así, parece sugerir la presidenta electa, se podrá avanzar hacia una relación “sólida y fructífera”.
Al final, la controversia no es solo sobre si el rey debió o no ser invitado a la toma de posesión. Es sobre cómo México y España deciden narrar su historia común y cómo esa narrativa define su relación presente y futura. Porque, en el fondo, ¿no se trata toda diplomacia de eso, de la capacidad de reconciliar historias, identidades y memorias en busca de un mejor entendimiento?

