Parece ser que ahora, si eres de los que se toma un avión para ver el mundo, has caído en uno de los pecados más grandes de la modernidad. ¡No me extraña que ahora viajar se haya convertido en un pecado de derechas! Porque no basta con que los ciudadanos de a pie sobrevivan con lo que les dan las migas de un sistema económico ya podrido, sino que ahora, al menos para algunos, viajar a una isla o tomar una foto en la Plaza de San Marcos se ha convertido en una ofensa pública. En vez de disfrutar del «sol español» —ese oro que brilla a diario sobre nuestra costa y alimenta el sustento de cientos de miles de familias— ahora lo que toca es demonizarlo, como si las familias que viven del turismo fueran las villanas de la película.
«El sol español», ese pedazo de riqueza que no está en las manos de unos pocos sino en el corazón de millones de españoles, se ha convertido en el blanco de la furia izquierdista. Y mientras ellos arengan sobre el «turismo responsable» desde sus mansiones y hoteles de lujo (en los que jamás dejan de gastarse el dinero que la industria del turismo genera), la industria que ha sacado adelante a tantas familias humildes, a tantas pequeñas empresas y emprendedores, está siendo vapuleada.
Se nos habla de la «turistificación», como si viajar fuera un delito, y se olvida que esa misma turistificación alimenta a pueblos enteros, genera empleo y da de comer a cientos de miles de personas, desde camareros hasta guías turísticos, pasando por comerciantes y trabajadores de todo tipo. En lugar de apoyar el sector que, junto a la agricultura, ha sido una de las grandes columnas vertebrales de nuestra economía, la izquierda lo ataca como si fuera una peste. Y, lo peor de todo, lo hace desde una posición de total ignorancia, sin entender que lo que está realmente destruyendo es el sostén de muchísimas familias españolas.
Claro, el discurso progresista siempre se envuelve en una capa de superioridad moral. Nos quieren hacer creer que no podemos vivir del turismo, que es una dependencia del sistema capitalista global, y que por eso es «pecado» que España siga siendo un destino turístico de primer orden. Pero claro, ellos no lo piensan dos veces cuando suben al Falcon oficial para asistir a alguna conferencia de postín en el extranjero, mientras nos sermonean sobre el impacto del vuelo de los demás. Ellos, siempre más puritanos que nadie, hacen de la lucha contra el turismo una bandera de «progreso» mientras se tumban en playas privadas con sus cócteles reciclables.
Este ataque al turismo tiene un trasfondo mucho más siniestro: el tinte racista y xenófobo que subyace en todo ello. Porque, como siempre, lo que parece que realmente molesta no es el «turismo masificado», sino que los turistas, los visitantes, provengan de clases sociales que no se ajustan a los cánones progresistas. Si el turista es europeo, con acento alemán o británico, es un «colonizador». Si el turista es latinoamericano, africano o asiático, entonces se convierte en una amenaza que «invade» lo que se supone que es un «espacio protegido». Lo que realmente perturba a muchos de estos políticos progresistas no es que haya turistas, sino que esos turistas no son como ellos: ricos, educados, cultos… o al menos, de su misma raza y clase social.
Este racismo encubierto se disfraza de pura «defensa ecológica», pero en el fondo lo que ocurre es que están dispuestos a destruir la principal fuente de empleo de la gente sencilla por el puro placer de teorizar desde su torre de marfil. Lo que hay detrás de esa demonización del turismo es la negación de la realidad de las economías locales que dependen, en gran medida, de esos turistas que acuden a nuestras costas, a nuestras ciudades, a nuestras tradiciones. Ellos no ven las decenas de miles de familias que, gracias al turismo, pueden llevar pan a la mesa cada día. Ellos no ven a esos trabajadores humildes que no tienen la opción de «trabajar desde casa» o de huir a una mansión en el campo durante el verano. Para ellos, somos meros peones en el tablero de una guerra ideológica que no tiene en cuenta a la gente de a pie.
Nos dicen que no podemos vivir de “sol y playa”, pero la verdad es que es la mejor forma que tienen muchos españoles para sobrevivir en un mercado laboral que les da cada vez menos oportunidades. Y, mientras tanto, los grandes empresarios que, por supuesto, nunca tienen que rendir cuentas, se frotan las manos con la gentrificación, mientras estos mismos políticos de izquierda predican sobre la “explotación”. Unas veces desde el Falcon y otras desde sus apartamentos en zonas exclusivas, se disfrazan de salvadores del mundo, cuando en realidad están destruyendo lo que aún queda de la economía real de las personas.
Pero el golpe de gracia es el que recibe “el sol español”, esa industria que ha sido el alma del país desde siempre. Ellos, los del “progresismo” barato, no entienden que la gente no viaja a nuestras costas solo por sol y mar, sino por el mestizaje cultural que estas zonas ofrecen. Viajar a España es acercarse a nuestra historia, a nuestras raíces, a la riqueza de nuestras tradiciones, pero ellos prefieren ignorar eso y encerrar la cultura en museos donde nadie tiene acceso a ella. Porque, en el fondo, lo que detestan no es el turismo per se, sino que ese turismo les recuerde que aún quedan restos de un país que no se ha rendido ante la ideología globalista.
Así que, al final, lo que realmente están destruyendo con su “lucha contra el turismo” no es la industria en sí, sino el sustento de miles de familias españolas que, por ser las más humildes, también son las que más dependen de ese turismo que ellos tanto demonizan. La izquierda no solo está acabando con nuestra principal industria, sino que está, en el fondo, perpetuando un racismo de clases y un elitismo que nunca se atreve a enfrentarse a sí mismo.
